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FUERA DE CASA
Columna
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Bares y otras músicas

Me escapé de bares a Barcelona. Los bares son una de las más civilizadas maneras de poder estar solos entre la gente. Un civilizado quiebro a la taberna, un paso adelante en el deseo de encontrar un ambiente adecuado para observar la vida. En el bar no hace falta esa camaradería castiza de las tabernas. Lo contaba muy bien Gil de Biedma: "La taberna es la expresión de una sociedad cerrada, personalista, donde todos se conocen y cada cual es hijo del vecino, padre de sus hijos y abuelo de sus nietos. El bar es el exponente de una sociedad abierta, hija del individualismo, en donde cada cual es hijo del momento y donde nadie y todos son forasteros, en donde la mujer ya no es la madre ni la hermana. La taberna es una asamblea; el bar, una congregación de solitarios en potencia". Con ese espíritu anónimo, de mirón de la vida, de observador en plan mayordomo de lady Di, me dirigí al bar del hotel Majestic barcelonés. No es el recoleto y déco de Buades, fantástico, pero siempre lleno de periodistas a pie de barra. Ni el literario Salambó que acaba de premiar sin un duro, con mucho acierto y manteniendo el prestigio del premio, a Eduardo Zúñiga, porque sé muy bien que allí se encuentran los de la tropa literaria más bebedora de la capital del "tripartito". Tampoco a la barra de Giardinetto, más de lo mismo, con el agravante de que el dinero gastado va a un editor. Prefiero ampliar su piscina comprando libros. Tampoco se me ocurrió escaparme al mítico Pastís, no estaba mi sentí mentalidad para canciones de Piaf, aunque las cosas estén como para seguir teniendo nostalgia de la canción francesa. Lo que quería era el arropador anonimato de un bar razonable, se me ocurrió buscar la soledad compartida en un bar de hotel, de un hotel lleno de historia, de guerras perdidas y de copas ganadas.

Me senté, pedí mi copa, se podía soportar la música del pianista y me entregué al placer de observar en silencio. Algunas parejas, grupos de ejecutivos poco agresivos, un editor que parecía estar amañando algún premio, señoras solas, amigas en grupo. Lo normal. De repente irrumpe un amigo, bebedor, escritor e imparable charlador y madrileño. Las desgracias nunca vienen solas. Ejemplo: ser sociólogo y español, como decía mi recordado Julio Cerón. Gran alegría. Casi como cuando te llevas una novela para el avión y en el asiento vecino se sienta un conocido que no piensa leer. El querido amigo, que tiene nombre de champaña y apellido bucólico, tan estimado, compadre y cómplice, había quedado con otros amigos. Naturalmente, escritores/bebedores. No estuvo mal. Uno no quiere ahogarse en misantropías cuando se encuentra con Juan

Marsé; además se encontraba acompañado por Joan de Sagarra y Javier Comas. Acababa de morir la silenciosa Carmen Laforet. Me sorprendió que estos admirados escritores de Barcelona no tuvieran mucho que decir de Carmen. Es decir, nada. Yo, que no me sé callar, les conté el paralelismo entre Nevenka y la protagonista de la novela de Laforet que escribió en plena reconversión espiritual, La

mujer nueva. Las dos rompen con su vida, su pareja, su familia, su pueblo. Las dos dejan atrás Ponferrada. No les interesó demasiado. Tendré que leer la anunciada biografía de Benjamín Prado para encontrar argumentos que despierten más interés hacia Laforet.

Marsé, que me aceptó el regalo de la última novela de Baltasar

Porcel, lamentó no poder compartir ya encuentros con un editor tan educado como Julián León. Sus desencuentros con el jefe de Planeta, con el tripoderoso Lara, le han retirado de sus caminos barceloneses. ¿No habrá también una escritora en el centro de ese fulminante cese? Marsé prefería que habláramos de cine. Se le nota contento, ha terminado un guión para Fernado Trueba. El cinéfilo Marsé está deseando ver su primer guión -no una adaptación de una novela- en el cine. Nosotros también, Víctor Erice incluido.

Todavía no nos imaginábamos la triste noticia de la muerte de Fernando Lázaro Carreter, pero ni con sus dardos amables, ni con los ruegos de otros académicos que han peregrinado hasta el novelista del Guinardó, han conseguido que el novelista diera el sí a la Academia. Marsé, sigue con el "diguem no". Prefiere seguir encerrado con sus juguetes literarios, con sus mitos del cine. A su lado el inquietante Sagarra seguía sin decir nada. Con mi amigo hablador -mon semblable/mon frère- alguna vez hemos discutido del prestigio de los silenciosos. Sagarra, que se desquita escribiendo lo que piensa, mantenía su prestigio silente. Nada que ver con su padre. Después de un tiempo en observación, nos dirigió la palabra. Nos contó un chiste de taxistas madrileños. Roto el silencio quise saber si era cierto que en otro bar de hotel -el del Alfonso XIII sevillano, en los lejanos años sesenta- el joven Sagarra se ligó a una bomba erótica llamada Brigitte Bardot. Como respuesta, dibujó una sonrisa. Me di cuenta que las leyendas crecen con los silencios. No hay que ir corriendo a contarlo. Hay que escribirlo, sobre todo cuando lo único que debe leer la Bardot de España son las críticas taurinas.

Volví a Madrid, me prometí silencio y reflexión. Disfruté de un concierto genial de Andras Schiff, uno más del ciclo que ha conseguido traer a Madrid a los mejores del piano contemporáneo. Felicité al flamante nuevo académico de Bellas Artes, melómano y gran escritor, Manuel Gutiérrez Aragón, más conocido y admirado por sus películas, algunas tan hermosas y silenciosas como el Valle del Pas. Estoy deseando que algún día ruede, o escriba, la historia de sus chachas rojas. Aquellas pobres chicas que tenían que servir y que contagiaron al adolescente burgués el bacilo del comunismo. Un bacilo que se le curó con los años. El cineasta académico sigue pensando que hay motivo, aunque desde otras barricadas.

Juan Marsé.
Juan Marsé.CONSUELO BAUTISTA

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