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Ciudadano elector

Hace algo más de dos décadas si no recuerdo mal, Barbara P. Solomon recomendaba a los españoles un largo periodo de "aburrida democracia". Receta que tiene su sentido, si nos atenemos a la historia y a su memoria. Es decir, en la medida que nos alejemos de las grandes palabras, en las que como dice nuestro Raimon, este pueblo al menos, nunca creyó. Por supuesto que el aburrimiento incluía una dosis de mediocridad, de gris, a la que no cabe ceder por más que los mecanismos insistan en ello: nuevas ideas, y viejas y nuevas gentes constituyen el antídoto a la poltronería, que de lo contrario cualquier patán alcanza la cumbre, con disculpas para el noble pueblo que vive en las mesetas afganas. Y una parte del aburrimiento americano a Bush, que, sin duda alguna es lo que hay que evitar, en especial si se trata de epígonos, la peor de las pestes.

Aburrimiento en la normalidad, esto es, en la reiteración de los procesos electorales, en los cambios de gobierno, en la conformación de las mayorías políticas para la gobernación de las instituciones. Que no implica apatía, ni menos aun olvido de las obligaciones y los derechos de la ciudadanía. Antes por el contrario, estímulo para participar, y decidir.

Algunos nostálgicos, anacrónicos siempre, se empecinan en quebrar la placidez de las tensiones democráticas ordinarias, que no son otras que la ocupación de los responsables políticos para resolver problemas cotidianos, de la salud a la vivienda, de la educación a las pensiones, de la seguridad al crecimiento económico, de nuestras relaciones internacionales a las propuestas de convivencia dentro y fuera de nuestras fronteras. La nostalgia autoritaria, la presencia del pasado, altera la normalidad del conflicto que constituye el meollo de toda sociedad madura, y por supuesto democrática.

En el último cuarto de siglo los pueblos de España han aprendido la lección del aburrimiento democrático, y de manera pacífica han alterado las previsiones de los gobernantes, que suele ser la medida misma de la madurez democrática. Han cambiado gobiernos locales, regionales, del Estado, sin que ningún Zeus tronante nos enviara sus rayos. Lo que fuera artimaña para desactivar reclamaciones históricas por parte de las nacionalidades con Estatuto anterior a la Guerra Civil, se ha convertido en un Estado complejo, autonómico le decimos, cercano a una estructura federal que nada tiene que ver con el armatoste centralista heredado del franquismo. No es una mera descentralización como algunos quisieran a la vez que pretenden hacernos ver. Es algo más, y en algunos casos se trata de una nueva relación entre el estado residual y una nueva geografía que permite la convivencia entre pueblos de diferentes tradiciones, lenguas, instituciones, y voluntades.

Cuanto menos resulta pintoresco que quienes se opusieron a la Constitución de 1978 -transacción cuyo pasivo más elevado recayó siempre con insania en los vencidos de 1939 y en sus herederos- se rasguen las vestiduras ante la posibilidad de profundizar en su reforma, esto es, en acomodarla a la realidad de una España plural. Más que pintoresco, sarcasmo cuando no particular cinismo, en especial si las propuestas parten del propio marco constitucional, de sus instrumentos y de procedimientos estrictamente democráticos.

Como quiera que sea el "ruido" de las Españas encontradas se ha introducido en el discurso del "aburrimiento democrático", con el peligro anejo de que la ciudadanía haga más caso de los sentimientos que de los intereses, de las apelaciones insensatas, aquellas que debieran estar "cerradas bajo siete llaves" como el sepulcro del Cid aventurero, que de la razón.

En grave olvido de que hemos pasado de la condición de súbdito con que nos regalaba la Dictadura de Franco a la gozosa condición de ciudadano, por cierto y para general felicidad kantiana, europeo que nos permite vivir con dignidad desde la transición al día de hoy. Y que, entre tanto, hemos adquirido nuevas condiciones, si se me permite, así, decir: contribuyentes, usuarios y consumidores, exigentes con los medios públicos, con los recursos que allegamos, y con los servicios y prestaciones que recibimos y a que tenemos derecho. Aquí la ciudadanía lanza el aviso a todos los concurrentes: nunca más súbditos, y al esfuerzo corresponde la garantía de más y mejores servicios, mayor capacidad para enfrentar las dificultades, a lo que tienen que responder las instituciones de gobierno.

Y además queremos más autogobierno, esto es, la devolución a la ciudadanía de la plenitud de sus derechos, la proximidad para resolver nuestros problemas cotidianos, y el respeto escrupuloso al pacto constitucional, renovado en la medida en que es posible, y obligada por los hechos de dentro y de fuera, su reforma. Para que la España plural, real de hoy, se corresponda con las instituciones que la gobiernan. De la misma manera que en parte ocurriera en 1978, en que la España real no era la oficial de la agonía del franquismo.

Los truenos sobre la unidad nacional, los truenos contra quienes proponen el acomodo entre realidad e instituciones constituyen amenazas a la democracia y a la convivencia, y no al revés, por más que nos bombardeen en grave insulto a la inteligencia del ciudadano-contribuyente-usuario que es quien tiene la palabra y la papeleta. Entre otras razones para devolver el sentido común de la "aburrida democracia", esto es que nos ocupemos de cuanto nos ocupa y preocupa. Y que quienes aspiran a gobernarnos hagan lo propio, claro está; y dejen de afligirnos con tanto desprecio a la inteligencia y tanto reclamo a la historia que ignoran. ¡A las urnas, ciudadanos!

Ricard Pérez Casado es doctor en Historia.

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