Dos referentes ineludibles
Manolete y Chocolate, dos clásicos de lo jondo. Del baile uno, del cante el otro. Manuel Santiago Maya nació en Granada en 1945; es decir, que se halla a tiro de piedra de los 60. Antonio Núñez Montoya nació en Jerez de la Frontera en 1931, o sea, que anda ya al hilo de los 73. Con esas edades los dos se mantienen activos en las zonas altas de los escalafones, pero no es eso lo que les da el estatus de clásicos, sino el haberse convertido, cada uno en lo suyo, en referentes ineludibles.
Manolete es un extraordinario bailaor, que depura las formas, que dibuja los bailes. Elegante, preciso, sin descomponerse, alguna vez le he llamado señor del baile. No es amplio de repertorio, o no lo es habitualmente: casi siempre le he visto bailar la farruca y las alegrías, quizá porque son los estilos en que se siente más seguro. Pero esos bailes en sus creaciones son emblemáticos. Más las alegrías, perfectas, desarrolladas con morosidad como si de un análisis del género se tratara. La farruca, en cambio, se nos antoja creación casi de laboratorio, un tanto distante y fría.
Mi camino
Baile: Manolete. Cante: Joni Cortés y Pepe Jiménez. Toque: Felipe Maya y Basilio García. Violín: Bernardo Parrilla. Recital de Chocolate con el toque de Antonio Carrión. Teatro Villamarta. Jerez de la Frontera, 29 de febrero.
El bailaor no estuvo bien arropado por su cuerpo de baile, irregular estética y artísticamente. Es un problema con el que Manolete se enfrenta frecuentemente. No sabe o no quiere resolverlo, pero ello perjudica de manera importante el conjunto de su quehacer. Subrayemos, sin embargo, la presencia entre sus músicos de Bernardo Parrilla en solo con su violín, en dos momentos concretos de la obra: el cante por tonás y la composición final.
Chocolate ejerció, ya lo hemos dicho, como clásico del cante. Bien, aunque no me parece que se encuentre en un momento particularmente brillante. Hizo, si no me equivoco, los mismos temas que le oímos en Madrid hace unos días. Aquí estuvo mejor, y él debió pensarlo también así porque no le dio por increpar injustamente a su guitarrista Carrión. Chocolate cantó bien, incluso tuvo momentos de emoción y jondura en los estilos de mayor respeto: la soleá, la siguiriya. Le ha dado por cantar la serrana, género que no gusta a los gitanos pero que él canta porque -explica él mismo- quiere "que se salve" del olvido.
Lo que no tiene exculpación alguna son esas larguísimas tiradas de fandangos chocolateros, es decir, de su creación. Doce, o quince, o veinte fandangazos -así los llama, curiosamente como llamaba Pepe Pinto a los suyos cuando peor cantaba-, uno detrás de otro y sin respiro, de verdad que no hay cristiano que lo aguante. Así que todos moros, o a sentarnos cada vez que actúe Chocolate a escuchar esos fandangos que por añadidura a mí no me parecen de mayor valor, pues son monótonos, monocordes, mortecinos y monotemáticos. Son fandangos que tienen su prestigio entre los incondicionales del cantaor, pero que, de seguir abusando de ellos de esa manera, acabará haciéndolos aborrecibles.
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