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Columna
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Morir en Sevilla

Llevaban ya casi una década en Madrid y la verdad es que las cosas iban económicamente de peor en peor. Muy pronto sería la hora de que los dos mayores empezasen su previsible carrera universitaria, lo cual supondría más gastos. Los ingresos del abuelo no bastaban para cubrir las necesidades de la numerosas familia -se trataba de un pobre catedrático de zoología, al fin y al cabo-, y, por lo que le tocaba a él, sus ganancias como abogado eran mínimas. Por supuesto, no producían casi nada los libros y artículos sobre su obsesión de siempre, o sea la importancia del folclore español y la urgente necesidad de promover su investigación científica. Once años atrás había dado a conocer en Sevilla el librito por el cual hoy se le conoce mejor en el mundo, y que entonces pasó casi inadvertido para el público. Había recogido aquellas letras directamente de labios de sus intérpretes, con muchos de quienes, entre ellos el legendario Silverio Franconelli, tenía amistad personal. Fue, en efecto, el primer estudioso serio del flamenco, y, si tal vez sobrevaloró en un principio la aportación gitana al mismo -en opinión de algunos especialistas actuales-, no por ello tenía menos mérito el inmenso esfuerzo invertido en el intento de conseguir para el cante el reconocimiento que se merecía por parte de los intelectuales, y que éstos, hasta el momento, le habían venido negando. Es asombrosa la energía derrochada en aquella tarea. Y terrible el desengaño que poco a poco se fue apoderando del hombre al ir constatando la falta de interés y, sobre todo, de apoyo material, por parte de las instancias oficiales. Había sido, sin duda, demasiado ingenuo.

Así las cosas, cuando en 1892 unos amigos suyos le propusieron que probara suerte como abogado en Puerto Rico, donde por lo visto se le ofrecía la posibilidad de sacar adelante a los suyos, decidió que había llegado el momento de actuar. Sale de Madrid a principios de agosto. Embarca en Cádiz. Y desaparece de vista. En Puerto Rico no se ha encontrado documentación acerca de su estancia. Al parecer no publicó nada en la prensa. No queda rastro de su correspondencia familiar. Sólo sabemos que apenas seis meses después volvió a Cádiz muy enfermo y que falleció en Sevilla a los pocos días, en brazos de su mujer, el 4 de febrero de 1893.

Tuvo un entierro de segunda clase en el cementerio de San Fernando. El visitante deseoso de dejar unas flores sobre su sepultura se verá amargamente decepcionado. En las oficinas del camposanto no hay ningún plano para orientar al curioso que quiera acercarse a ella. La losa que cubre al malogrado investigador -si es una de las todavía existentes en la cuarta cuartelada (San Leandro)- no tiene inscripción alguna, y ni la Fundación sevillana que lleva su nombre, ni el Ayuntamiento de Sevilla ni la Junta de Andalucía parece haber mostrado interés alguno en identificar, y menos señalar, el lugar. Y eso que Antonio Machado Álvarez, además de haber sido el primer flamencólogo, fue padre de los poetas Antonio y Manuel. Creo que Andalucía le debe a Demófilo, como mínimo, una tumba tan digna como la de Collioure.

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