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VISTO / OÍDO
Columna
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Carmen

Era fresca, nueva, limpia, sonriente, bonita; tenía el habla dejada de Gran Canaria, 23 años -parecía menos-, y una cierta tristeza de fondo. Y rompió la tensión superficial del arte español: cuando la felicidad era una obligación oficial y una corriente oficiosa, cuando los poetas hacían sonetos de piedra (Ridruejo) y las gentes de su edad miraban a El Escorial (menos los que tenían que vivir con la vista baja) y a Garcilaso sólo porque fue guerrero y devoto, ella explicaba el dolor y la muerte: la nada de las "otras" personas. Sin relación con el nihilismo: de carne y sangre y lágrimas, de perdidos a los que nadie iba a rescatar: nunca jamás. Pasaba en 1945, cuando aún se fusilaba en las tapias de todos los cementerios; en 1949 uno de los que estuvieron a punto de ser fusilados, Buero, estrenaba Historia de una escalera; en 1951, Nieves Conde estrenó la película Surcos. Ese paso lento tuvo que seguir el descubrimiento de la realidad de España, entre censores imbéciles y franquistas (perdón por la redundancia). Había más, pero eran invisibles: ella lo reveló, pero mucho se prohibía o el editor lo rechazaba.

Manuel Cerezales, director de editorial, rechazó Nada, pero no a la muchacha. Cerezales era un intelectual carlista, gallego, alto, cetrino, irónico, católico; me contaban que en la guerra fue oficial de requetés y llevaba la boina roja y una larga capa blanca, como las del feroz general Cabrera. Nada fue a ganar el primer premio Nadal, Carmen se casó con Manolo, se convirtió, tuvo los cinco hijos que se esperaba de un matrimonio católico militante, escribió La mujer nueva, donde contaba la conversión de su protagonista; y fue más tarde una mujer realmente nueva, cuando se separó (1970) y comenzó una vida sin hombre. Y con amistades nuevas. No sé lo que influyó en ella Canarias, tan libre; no sé lo que hicieron con ella los años de Tánger, donde su marido fue director del diario España (le sucedí en ese puesto), que era una de las ciudades intelectualmente más libres del mundo sin peso de costumbres; en ella, Emilio Sanz de Soto y Ángel Vázquez (al que sólo sus entrañables rarezas personales impidieron ser reconocido como el mejor escritor de su tiempo, pero que tuvo un justo Premio Planeta). No sé verla como anciana con demencia senil: diez años sin realidad, o con una realidad inexistente. No hace falta verla así: la que fue estaba en Nada, que no solo ganó el primero de los Nadal, y en el estilo de los que escribieron para él. Y que rompió el espejo mal bruñido de la felicidad de los "nacionales".

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