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SOMBRAS NADA MÁS
Columna
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El profesor que evitó la pájara

Juan Cruz

La primera vez que Emilio Lledó le vio la cara a la pájara fue cuando la muerte le cercó en la Gran Vía, en plena Guerra Civil; su padre le resguardó debajo de los soportales, y él, que tenía siete u ocho años, guarda aún de aquel horror el recuerdo del olor viscoso de la sangre, el hedor de la guerra. Por eso ahora opone a la categoría etérea del infierno la convicción de que el infierno verdadero está, por ejemplo, en los hospitales de Bagdad donde agonizan los niños. "La guerra huele, no es la que se ve en las películas".

Del horror de la guerra se recuperó leyendo, alentado por un maestro, republicano como su padre, que se llamaba don Francisco y que le enseñaba como aquel Fernando Fernán-Gómez de la película La lengua de las mariposas al niño que protagoniza esa historia: como si estuviera esculpiendo una memoria.

Don Francisco le despertó a la lectura, y después, cada vez que ha tenido la pájara -ese es su término, así define sus bajones de temperatura moral, su melancolía-, se ha refugiado en la lectura, en la de los clásicos sobre todo, y mucho menos en la de los modernos, pues considera, como historiador de la Filosofía, que Aristóteles o Platón tienen más que decir de lo que pasa que muchos de sus propios contemporáneos.

Ahora ha tenido una pájara. Le dio cuando el último viernes fue a recoger sus cosas de profesor de la Universidad de Educación a Distancia, en Madrid, donde ahora era aún catedrático emérito. La burocracia es así, a los 75 años le interrumpe su relación con las clases y arrinconan en casa a un profesor que no ha dejado de saber... (Una conspiración burocrática de otros catedráticos le impidió ser catedrático de la Complutense, y ese fue el origen de otra pájara que ya está en el olvido).

Así que cuando entró en el cuarto que le quedaba en la UNED y vio sus cosas, Emilio Lledó Íñigo empezó a pensar que había acabado la época más larga y más fructífera de su vida: la de maestro. "No fue tristeza", ha dicho ahora, mientras presentaba en el Círculo de Lectores de Madrid el último libro de Juan Goytisolo. "No fue tristeza", continuó, "porque decidí que había valido la pena: gracias a esa dedicación y a ese tiempo pude leer a los grandes clásicos y a los grandes modernos de la literatura y la filosofía... No fue tristeza, pero fue una pájara".

Se formó en Alemania, y allí santificó las bibliotecas. Su aventura como profesor que ahora vuelve a leer para vencer la pájara se inició en Valladolid, como catedrático de instituto, y siguió luego en las universidades de La Laguna y de Barcelona... En La Laguna lo llamaron el flautista de Hamelín, pues detrás de él se fueron numerosos alumnos, alentados por su entusiasmo para contar lo que sabía. Se parecía, otra vez, a aquel don Francisco de la Guerra Civil, o al maestro de La lengua de las mariposas... Ahí fue cuando dijo: "Dentro de todo sí hay un pequeño no y dentro de todo no hay un pequeño sí". La duda, decía, es revolucionaria.

Después, ya en Barcelona, se produjo el hecho más grave de su vida, cuando falleció su joven esposa, Montse, un acontecimiento que dividió su vida en dos...

Tiene tres hijos, y de ellos habla como de una obra de arte. Ese apoyo de los hijos, la lectura de los clásicos y el ejercicio de una amistad que él prefiere no multitudinaria le han salvado siempre de esas y de otras pájaras. Eso le ha permitido ser -y parecer- un hombre entusiasta, cuyo amor por la palabra es verdaderamente físico: habla como si estuviera tocando los conceptos, acariciándolos. En su casa tiene tres cuartos, para leer, para escribir, para estudiar. Todo lo que hace es para saber más; como ya le han quitado de maestro, ahora se enseña a sí mismo, sobre el amor, sobre la amistad, y acerca de ese universo escribe un libro. Su pasión ha sido el silencio de la escritura. En silencio no estará nunca, si acaso de vez en cuando estará poseído por la melancolía de una pájara...

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