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Columna
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La orgía

En plena Cuaresma, la orgía de promesas electorales es un mareo. Las calculadoras de los electores no dan abasto para contar cuántos milloes de céntimos ahorraremos de impuestos por aquí o por allá. Quizá lleguemos a hacernos ricos al fin. Tanta es la competencia de ventajas entre los oferentes. Querido dios dinero: te doy el voto. Hay quien hace cuentas para hacerse millonario a base de subvenciones, premios y ayudas -de una administración tras otra- por tener hijos. Hasta los bancos se han animado a premiar a las mamás -de nómina fija, eso sí- con un crédito ¡sin intereses ni comisiones! Que los bancos actúen con el corazón es un descomunal síntoma orgiástico. Esta vez debe de acabarse el mundo.

¿Un chollo electoral? Ni mucho menos. Los jóvenes, decididos a todo, tienen una carrera profesional por delante: cazar oportunidades burocráticas, públicas o privadas, volviendo al redil de la procreación. Es aburrido, pero puede dar resultados económicos positivos. Rentas a cambio de hijos: ésa es la oferta. En Inglaterra, por ejemplo, han logrado aumentar la natalidad (de las madres solteras, eso sí) gracias a la promesa hecha realidad de dar un apartamento y un sueldo (pequeño) a las jóvenes que se emancipan de sus padres. ¡Política imaginativa! Estos hijos del Estado y de los bancos luego necesitarán maestros policías que controlen su desarraigo social ¡hay tantos niños y adolescentes malos! Lo acaba de proponer el Gobierno de Blair: ¿qué mejor que una escuela reformatorio por el bien del país? Aquí del maestro policía aún no se habla: llevamos retraso, pero habrá más promesas.

Puedo prometer y prometo: millones de viviendas, de trabajos, de kilómetros de carretera, de beneficios, de pensiones, de médicos, de células madre, de buenos tratos, de seguridad infinita, de ¡felicidad! Y, ¿por qué no?, de árboles. Ochocientos millones de árboles ha prometido Mariano Rajoy. ¿Los ha contado?, ¿caben en España? Cuidado, tocan a 20 árboles por español: casi un bosque por persona. Un amigo que sigue los números de la campaña me asegura que ha conseguido vencer el insomnio contando los 800 millones de árboles de Rajoy y le está agradecido por sus noches ecológicas. Mi amigo se extasía en estos días electorales: ha rejuvenecido, come con ganas, pero como no vive más que para atrapar nuevas las promesas solución va, el pobre, muy estresado. Se ve a la legua que acabará mal y, como no es tonto, él mismo se da cuenta de que, con tanto cálculo, se hará un lío al votar. Y sufre al tiempo que se divierte: es un hombre de su tiempo.

Las campañas electorales se introducen ahora hasta lo más hondo de la vida de las personas. Todos la llevamos puesta. He recibido no sé cuántas convocatorias de manifestación: ¡el mundo ha de saber que los catalanes no somos odiosos, sino todo lo contrario! ETA ha logrado convertir la campaña en epopeya. Me entraron, desde luego, ganas de manifestarme cuando, hace ya unos días, oí al ministro Zaplana asegurar en Radio Nacional de España que en Cataluña gobiernan cuatro partidos: el tripartito más ETA. Creí que no había entendido bien, pero luego otros ministros y el presidente Aznar me confirmaron que no estoy sorda. Ellos, entre promesas y epopeyas, habrán olvidado que ETA no se presentó en las elecciones catalanas: se lían, como cualquiera; son hombres y mujeres de su tiempo.

Hombres y mujeres que, igual que en Lost in translation, la maravillosa película de Sofía Coppola, hablan idiomas tan distintos que la traducción aún lo complica más. Los catalanes les parecemos japoneses. ¿Hablando se entiende la gente? Depende. Depende de algo tan desprestigiado como poner atención, escuchar, traducir y digerir. Demasiada paciencia para gente tan embalada. Llevar puesta la orgía de promesas y la epopeya electoral conforma un espectáculo de delirio in crescendo: hoy más que ayer, pero menos que mañana. Y eso que es Cuaresma.

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