Haz algo, Pablito
Dicen los reporteros de guardia que el Valencia viaja a Montjuïc con el murciélago del escudo cosido en el entrecejo, pero a estas horas nadie sabe muy bien si los chicos de Rafa Benítez llevan en la cara una promesa o un maleficio. Para algunos, el aire taciturno del equipo sólo expresa tres cosas: el vacío que deja el esfuerzo, la voluntad de resucitar y la concentración del aspirante. Para otros es sólo la prueba de que sigue atrapado en un peligroso campo magnético: el del fondo Norte del estadio Bernabéu.
Frente al Barcelona, Amedeo Carboni y sus colegas no consiguieron deshacerse de su sueño persecutorio. En algún momento se movieron con su mejor estilo; salían por el ojo del área con una precisa mezcla de orden y frescura, agitaban las antenas, conectaban las líneas, mantenían la formación, hacían pasar la pelota por la maquinaria y volvían a hacernos la sugestión de que ni el campo es un escenario, sino un complejo industrial, ni el fútbol es un espectáculo, sino una representación de la cadena de montaje.
Sin embargo, aquel resplandor era una ilusión óptica; quizá un fogonazo virtual del mejor Valencia de la temporada o un espejismo de nuestra frágil memoria de seguidores. Porque en realidad los operarios de Benítez jugaban al borde de un ataque de nervios. De repente, los cables se pelaban, el tendido eléctrico volvía a chisporrotear, las articulaciones del mecano saltaban por los aires, y todos huían en desbandada hacia la portería contraria. Cuando queríamos darnos cuenta, los pioneros que habían entrado en el patio de Víctor Valdés se lanzaban al agua como pingüinos y, a grito pelado, como en la comparsa de Paquito El Chocolatero, pedían al árbitro que les devolviese a la mayor brevedad posible el maldito penalti del Bernabéu.
Mientras tanto, el Barça se puso el tapón en los oídos, se dio un baño de linimento, armó el telar, repasó el manual de Frank Rijkaard, avanzó con el balón cosido al pie, movilizó a Ronaldinho, jugó con una precisa mezcla de simplicidad y paciencia, y se llevó los tres puntos como el repartidor se lleva los paquetes del almacén. En resumen, ganó con una insultante autoridad profesional, casi con indiferencia.
Luego, por un peligroso efecto de simpatía sólo posible en actividades tan volátiles como la bolsa y el fútbol, ante los turcos del Besiktas se repitió la figura, y la taquicardia estuvo a punto de llevar el equipo al colapso.
Convoquemos, pues, a Pablito Aimar, esa especie de falso querubín. Pidámosle que se ponga sus propias alas, sus alas de diablillo, que se aísle del tumulto y que, adiós muchachos, compañeros de mi vida, se deje de milongas y nos cante por Gardel.
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