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Columna
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Tu ley de extranjería

Vicente Molina Foix

Ayer me pidió limosna en el metro un italiano. Al principio no supe si era un indicio de globalización verdadera o la decadencia de Occidente. Uno tiene muy encumbrada a Italia, incluso en la temporada baja a donde la ha llevado la oligarquía absoluta de Berlusconi. Por todas partes y en todos los oficios hay extranjeros en Madrid, pero para la mendicidad italiana nadie nos había preparado psíquicamente.

Vivo en un barrio muy poblado de inmigrantes latinos. Antes se les veía en grupo familiar los domingos, entrando por la boca del metro que les conduciría a los parques donde se reunían con sus canciones y sus empanadas. Ahora se les ve a diario. La mayor parte de las tiendas de la vecindad están atendidas por ellos. ¿Estamos preparados? Mi pregunta es antropológica, no social. ¿Estamos preparados para tanto extranjero no-turista?

La música, por ejemplo. Es la alegría del metro, pero no a todos los usuarios les gusta que en un vagón camino de Esperanza irrumpan tres ecuatorianos, a veces vestidos nacionalmente, y te canten los aires de su tierra. Los más avezados llevan equipo electrónico. Algunas caras de viajero español revelan hastío (según qué líneas la serenata es constante), oídos sordos, dureza de corazón. Hoy en Madrid el metro ofrece una variedad de músicas del mundo que ni la Unesco. La otra tarde, en un trayecto que hice entre Pacífico y Estrecho pude escuchar, desde que entré al vestíbulo hasta la salida, a un solista de koto japonés, jazz afroamericano, una orquestina de balalaikas, y El cóndor pasa interpretado por unos hermanos andinos con su poncho. Lo que ya apenas se ve es el cantautor protesta oriundo de aquí, al estilo Javier Álvarez, que empezó su carrera musical en los pasillos de la línea 2 y, afortunadamente, aún se le nota el origen subterráneo (por ejemplo, en la espléndida canción Paciencia infinita de su último disco, Tiempo despacio).

La señora que me vende La Farola es polaca, y por el aspecto yo diría que en su país fue cantante de ópera. Está apostada en la esquina, apenas vocea, nunca apremia, pero es imposible no reparar en su sencillo y hermoso turbante y en sus zapatos de bailarina. ¿Estamos preparados para comprarle una revista asistencial a una soprano? ¿Para que nos haga la limpieza del hogar un licenciado en químicas bielorruso? ¿Para darle cincuenta céntimos de limosna a un toscano?

En el año 2015, una cuarta parte de la población de España será inmigrante, y Madrid, como hoy, encabezará la lista de las ciudades con mayor número de residentes extranjeros, legales e ilegales, a la búsqueda de trabajo. Que ese gran contingente y esa pluralidad racial, religiosa, lingüística, producirán tensiones, desajustes, es seguro. Países con mayor volumen de inmigración y más tradición de acogida como Reino Unido o Francia ya han visto y siguen teniendo graves conflictos de convivencia; los mariscadores orientales clandestinos muertos en la costa inglesa o las colegialas franco-magrebíes apegadas al velo son sólo dos síntomas recientes de una dolencia social para la que no se están encontrando remedios eficaces.

De momento, la mayoría de los madrileños somos corteses con ese tipo de extranjero sin recursos; le contratamos de albañil, le permitimos que limpie nuestro parabrisas, le dejamos una moneda en la gorra. ¿Estamos preparados para la multiplicación cotidiana de un Otro pobre y formado en unos valores dispares a los nuestros?

Joubert escribió que un aspecto central de cualquier forma de felicidad es suponer que la merecemos. Detrás de la avalancha desesperada de los inmigrantes africanos que una y otra vez intentan llegar a las costas españolas está el sueño de una felicidad que ellos creen merecer y nosotros no sabemos dispensar sin causarles aflicción. Otro gran escéptico del siglo XVIII, el Dr. Johnson, decía que la gente afligida nunca cree que los demás sienten esa angustia ajena lo bastante. ¿Estamos preparados para sentir suficientemente un dolor ajeno tan inesperado como previsible, un dolor también sufrido por antepasados nuestros apenas menos angustiados que los sin papeles de hoy? ¿O no tenemos, frente al senegalés o la rumana, mejor ley que la penalización de su extranjería?

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