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Una crisis constitucional

Cuando apenas han quedado atrás las celebraciones conmemorativas del 25º aniversario de la Constitución, una reciente Sentencia de la Sala de lo Civil del Tribunal Supremo viene a añadirse a la, por desgracia, larga serie de desencuentros entre algunas de sus más altas instancias de la jurisdicción ordinaria y la jurisdicción constitucional, provocando una situación que consideramos está adquiriendo los caracteres de una crisis constitucional.

Resulta, en efecto, enormemente preocupante que dicha Sala de lo Civil, aunque sea sin unanimidad, en una resolución absolutamente sin precedentes, y bajo la forma de una condena por responsabilidad civil, haya entrado, en primer lugar, a examinar la mayor o menor corrección jurídica de la declaración de inviabilidad de una demanda de amparo cuando menos singular, haya concluido en un pronunciamiento de "ignorancia inexcusable" del Derecho y haya condenado, por fin, a todos y cada uno de los integrantes del Pleno del Tribunal Constitucional que adoptó la referida resolución, a indemnizar al demandante de amparo.

Las consecuencias de esta insólita sentencia para el equilibrio de las instituciones de nuestro Estado de derecho son de una trascendencia difícil de exagerar. De llegar a consolidarse la citada doctrina, es decir, si la misma significa, como parece, que la jurisdicción ordinaria puede examinar la corrección jurídica de todas y cada una de las resoluciones del Tribunal Constitucional a los efectos de una eventual declaración de responsabilidad civil y, sobre todo, que lo haría en los términos y con la intensidad que se desprenden del caso concreto que ha dado lugar a la actual condena, es claro y patente que el Tribunal Constitucional queda seriamente incapacitado para desempeñar su jurisdicción de amparo tal como le viene confiada por la Constitución y su Ley Orgánica: es más, queda decididamente puesta en cuestión la capacidad del Tribunal para desempeñar su jurisdicción en cualesquiera procesos constitucionales.

Siendo esto así, el Acuerdo del Pleno del Tribunal Constitucional adoptado por unanimidad escasos días más tarde no puede sino suscitar nuestra adhesión. Al declarar la invasión del ámbito de la jurisdicción constitucional por parte de la jurisdicción ordinaria, el Tribunal Constitucional, sin entrar en consideraciones de ninguna otra índole, ha venido a dar la calificación que corresponde a la resolución que nos ocupa, desde la perspectiva del orden constitucional del que es supremo intérprete. El Tribunal Constitucional, en su composición actual, es el depositario y guardián de la posición y del acervo formado a lo largo de ya casi un cuarto de siglo de jurisdicción constitucional, un acervo en ausencia del cual la historia de nuestra Constitución de 1978 habría sido muy otra: muy otra, apenas hace falta subrayarlo, para todos. Una actitud de silencio por su parte habría equivalido lisa y llanamente a dejar dilapidar un patrimonio del que es depositario, haciendo dejación de la primera de sus responsabilidades ante la Constitución: mantener incólume la posición institucional que la Constitución le asigna.

Todo lo cual no equivale en modo alguno a una declaración de irresponsabilidad del Tribunal Constitucional. El principio de responsabilidad (artículo 9.3 de la Constitución) vale, por supuesto, para él como para el resto de los poderes públicos y muy en particular para los órganos constitucionales. Pero, al igual que ocurre con los demás órganos constitucionales, esta responsabilidad habrá de tener lugar en términos compatibles con el específico estatus de cada uno de ellos, nunca en términos pura y simplemente incompatibles con lo que es su función, tal y como resulta de la Sentencia de la Sala de lo Civil del Tribunal Supremo.

La situación creada, preocupante ya de por sí, está adquiriendo, como decíamos, todos los caracteres de una crisis constitucional, tanto más preocupante cuanto que no parece que se la esté reconociendo como tal. Como mucho, se subrayan sus elementos más anecdóticos. Y, sin embargo, no debiera exigir mayor esfuerzo de demostración la evidencia de que el Estado constitucional de Derecho reclama como la primera de sus garantías unos órganos jurisdiccionales capaces de asumir su función en los términos constitucionalmente atribuidos, en condiciones que aseguren su independencia tanto respecto de otros poderes del Estado como en el marco de las relaciones entre los distintos órdenes de jurisdicción. Cuando lo que se está poniendo en peligro es la función del supremo intérprete de la Constitución, la amenaza para dicho Estado de derecho es cierta y segura.

Esto sentado, y yendo a los antecedentes de la actual situación, debemos hacer notar que, si algo demuestra la experiencia de los últimos años, es que los órganos de naturaleza jurisdiccional, quienes apenas pueden hablar si no es por medio de sentencias, no están adecuadamente configurados para subvenir al correcto diseño de las relaciones entre ambos órdenes de jurisdicción, en particular a partir del momento en que las disfunciones se hacen crónicas. Debemos recordar cómo el Tribunal Constitucional, como no podía ser de otra manera, ha dado sobradas pruebas de su plena disposición a aceptar las sucesivas configuraciones concretas con las que, a partir de la Constitución, el legislador orgánico ha ido configurando desde sus inicios la jurisdicción constitucional en su contenido específico. De hecho, el Tribunal ha reclamado con frecuencia la atención del legislador sobre una Ley Orgánica claramente perfectible, sin excesiva fortuna hasta ahora, debemos añadir.

A la vista de todo lo cual, nos parece definitivamente llegado el momento en que el legislador orgánico, como primer depositario de la voluntad popular, se haga presente en este delicado y conflictivo escenario. Son las Cortes Generales, en efecto, quienes deben, bien sea ratificar el diseño concreto de la jurisdicción constitucional, muy particularmente la de amparo, ya sea introducir las modificaciones que la experiencia aconseje, en términos en todo caso compatibles con la Constitución. No debe olvidarse nunca que lo que está en juego es el interés último de los derechos fundamentales e incluso la misma garantía de la Constitución, no una disputa por el reparto de poder entre una jurisdicción y otra. A este último respecto, lo único que debe excluirse es la falta de correspondencia entre las funciones que a cada jurisdicción le venganatribuidas y el estatuto que, en coherencia con las mismas, le correspondan. Dicho más sencillamente, a nadie beneficia el mantenimiento de un Tribunal Constitucional que lo sea sólo de nombre.

En fin, y con la expresión de esta seria preocupación concluimos, en los actuales términos sería una grave dejación por parte de los actores de nuestro proceso político abandonar el engranaje entre la jurisdicción constitucional y la ordinaria a su propia dinámica. Nuestra Constitución ha demostrado a lo largo de estos 25 años su fuerza, vitalidad y capacidad de adaptación al devenir histórico. La complejidad de nuestro régimen constitucional, particularmente en lo que respecta a la Constitución territorial, coloca al Tribunal Constitucional en una posición clave y fundamental para su equilibrio político. Esta delicada posición, que la Sentencia de la Sala de lo Civil del Tribunal Supremo ha puesto en riesgo de manera irresponsable, no puede verse sometida indefinidamente a la erosión de una crisis permanente.

Miguel Rodríguez-Piñero Bravo-Ferrer, Álvaro Rodríguez Bereijo y Pedro Cruz Villalón son ex presidentes del Tribunal Constitucional

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