El Lyón deprime a la Real
Un autogol de Schürrer sanciona la superioridad francesa sobre el inoperante conjunto donostiarra
Ni el árbitro se entrena con los equipos como decía Claudio Ranieri ni la suerte se sabe de qué lado caerá. A la Real le tocó la cruz, es decir marcarse un gol en propia puerta cuando el partido aún no se había desperezado y todo era un tanteo absurdo, posicional, sin más interés que estar en el campo donde el entrenador había dicho.
REAL SOCIEDAD 0 - LYÓN 1
Real Sociedad: Westerveld; López Rekarte, Kvarme, Schürrer, Aranzabal; Xabi Alonso (Aramburu, m. 77), Alkiza, Karpin, Gabilondo (Lee, m. 65); Nihat (De Paula, m. 80) y Kovacevic.
Olympique de Lyón: Coupet; Deflandre, Mueller, Edmilson, Sartre (Berthod, m. 67); Diarra, Essien, Juninho Pernambucano, Malouda; Govou (Dhorasso, m. 80) y Luyindula.
Gol: 0-1. M. 17. Centro de Malouda desde la izquierda, tras internarse en el área, y Schürrer mete el pie desviando el balón a su propia meta antes de que llegue a las manos de Westerveld.
Árbitro: Massimo de Santis (Italia). Amonestó a Berthod por una dura entrada a Xabi Alonso y a Coupet por pérdida de tiempo.
Unos 30.000 espectadores en Anoeta.
Ni el árbitro se entrena con los equipos como decía Claudio Ranieri ni la suerte se sabe de qué lado caerá. A la Real le tocó la cruz, es decir marcarse un gol en propia puerta cuando el partido aún no se había desperezado y todo era un tanteo absurdo, posicional, sin más interés que estar en el campo donde el entrenador había dicho. En tiempo de consignas, de matemáticas futbolísticas, llegó el autogol de Schürrer en un centro sin malicia de Malouda que se iba a ninguna parte interesante. Y la Real lo acusó con un estruendo absoluto. La Real es un equipo con un estado de ánimo cambiante: se siente fuerte para atacar empresas comprometidas, pero se siente frágil para remontar situaciones adversas.
El Olympique de Lyón era un equipo asequible: extremadamente aseado en el juego, pero blando en la defensa; de ésos que rehuyen el choque en su afán de jugar y a los que se puede arrinconar a poco que se añada electricidad al partido. Si no, a base de buscar, encuentra petróleo. Y el gol, tan inesperado como inmerecido, le retrató a la perfección: cosió el balón a las botas de Diarra, un activista del medio campo; de Juninho, que lo esconde como sólo los brasileños saben, y sobre todo de Govou, un extremo de los de siempre que fue creciendo hasta adquirir un tamaño gigantesco.
La Real se había fundido con el gol, como si el marcador se le hubiera caído encima y le hubiese aplastado. Su problema es constante: le falta remate. Los indomables de la pasada campaña, Nihat y Kovacevic, son apenas un holograma de aquella época. Ninguno encuentra su sitio y, generalmente, van en sentido contrario a los pases. Trabajan más que nunca, buscando su lugar, y les luce menos que nunca. Y se desesperan y se pierden.
De poco le valía a la Real el compás de Xabi Alonso y el arrojo de Karpin -al final, jugó a pesar de su contractura-, los dos abastecedores permanentes del fútbol de la Real. Todo se muere en el área por inanición, por desubicación. Y los jugadores se desesperan. Y el equipo se cae. Ni siquiera empuja con ese carácter al que apelan los inferiores..
Y así, por inercia, por gusto por el balón, se fue adueñando el Olympique del partido hasta culminar un ejercicio con tonos memorables, bien típicos de la escuela francesa. Y así apareció, en la segunda mitad, la mejor versión de Juninho como futbolista vertical, con toda la inteligencia dispuesta para el contragolpe y con la finura con la que ejecuta los golpes francos. A la Real le quedaba la heroica, el asedio, el debate muscular, y se lo planteó a medias tintas, como si las ganas de llevarlo a cabo estuvieran constreñidas por sufrir otro gol que le echara de Europa. Era un debate que proponían continuamente Karpin y López Rekarte y que buscó Raynald Denoueix sacando a un gélido Gabilondo y metiendo al coreano Lee para ponerle chispa al partido. Pero todo asedio requiere una munición imprescindible, el balón, y la Real lo había perdido cuando recibió el gol y ya jamás lo encontró. Lo tenía donde el Olympique le dejaba, es decir, en los sitios fríos del medio campo o en los costados alejados de la portería. En el área y sus aledaños no pasaba nada: más despejes que remates de Kovacevic, más trotes que carreras de Nihat.
El suicidio de la Real no anunciaba resurrección. Incluso el Olympique cedió en sus ganas y reculó los metros suficientes para juntarse y resistir un agobio sencillo. No en vano estaban a punto de hacer historia; local, pero historia a fin de cuentas. Ningún equipo europeo había ganado en Anoeta y nunca había marcado un gol el Olympique a un cuadro español.
La mitad pudo haber cambiado cuando Karpin, comandante en jefe, decidió tirar una falta al borde del área estrellando el balón en el larguero. Habría sido el premio a un jugador modélico, más allá del valor del gol en la eliminatoria. "Si puedo correr, jugaré", dijo en las vísperas. Y pudo. Como fuera, pero pudo. Corrió todo el partido; desequilibró a su joven marcador, Sartre, hasta que tuvo que ser sustituido por el impetuoso Berthod.
Era la única amenaza del Olympique, su único quebradero de cabeza. Pero era un hombre solo ante un equipo que hace del colectivo un argumento y del balón un objeto de culto. Baste, si no, observar lo que hizo Malouda al borde del final recogiendo un globo con un guante en la bota, y encimado por el defensa, metiendo el exterior para golpear el balón en el poste de Westerveld. Fue el broche final a un triunfo justo conseguido de forma accidental.
Un autogol nunca da lustre a una victoria, pero el fútbol a veces supera a los goles, su objeto de deseo. Y el Olympique lo puso a kilos.
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