Criaturas del aire
El barítono malagueño Carlos Álvarez, que en estos días canta en el Maestranza de Sevilla, ha acusado a otro Carlos, Saura, y al director de orquesta Lorin Maazel de tomar el pelo al público. No se trata de un cargo demasiado grave, habida cuenta de cuántos tomadores de pelo mucho más metódicos y profesionales que ellos campean por los teatros y las salas de cine, y qué aprecio consiguen por parte de las plateas. El dictamen de Álvarez resulta enigmático si tenemos en cuenta la impecable trayectoria de los reos, cada uno en su ámbito, y también porque los periódicos no aclaran de qué técnica concreta se sirven ambos para depilar al prójimo que religiosamente ha pagado su butaca. Sospecho que el asunto tiene que ver con el exótico proyecto de representar la Carmen de Bizet en los escenarios naturales que dieron origen a la obra, esto es, la plaza de toros, la fábrica de tabacos, los corrales de las cigarreras, y que Saura y Maazel se han propuesto llevar a cabo para amenizar un poco el tráfico de las calles del centro, siempre tan tediosas en los embotellamientos.
El lugar del teatro es el escenario, entre tramoyas, decorados y candilejas, a una inequívoca distancia del patio, del que en ocasiones puede separarlo el foso de la orquesta: no resulta conveniente mezclar los dos ámbitos. Por los mismos años en que el desdichado príncipe Segismundo clamaba que la vida es un frenesí, un teatro y una ficción, un pobre hidalgo manchego agonizaba en su lecho, herido de muerte por no haber sabido distinguir a tiempo la realidad de los libros de caballerías de aquella otra, mayor y más violenta, que rodeaba las guardas. Y análogamente, en el fin de siglo en que Oscar Wilde, que fue un actor vocacional cuyos papeles no se representaron encima de unas tablas, afirmaba que el teatro es preferible a la vida porque resulta mucho más auténtico, una señora de provincias llamada Emma Bovary confundía el mundo con una novela romántica y se extraviaba entre abrazos ajenos, sin encontrar aquella redención de que había leído. Cuántas veces me ha ocurrido dormir creyendo que estaba despierto, anota Descartes en una página: y en ocasiones la indiferencia entre arte y naturaleza puede conducir a un espejismo fatal para el viajero que se arrastra por las dunas.
La Carmen a la que Bizet dotó de voz es una criatura del aire, como la llamaría Savater, y no una mujer de carne y hueso. Su lugar está en las estatuas, en los grabados, en las pantallas y los volúmenes, no en este grosero mundo de debajo de la luna, donde se oxida el acero de los sables y las ninfas envejecen. Qué cara pondría un inocente Peter Pan en mitad del atasco matinal de la SE-30, cómo se comportaría la tierna Alicia si le cambiásemos al Sombrerero Loco por un gorrilla de la Alameda de Hércules. Para qué, pensará Álvarez, arrastrar a la turbulenta Carmen y al hechizado José a estas calles polvorientas, con su tumulto, sus hedores de alcantarilla y sus boquetes en el asfalto: por qué secuestrarlos de la vitrina en que viven protegidos de la corrupción del tiempo y la duda, puros e inertes como esqueletos. La única Sevilla de Carmen es la de los escenarios; y aunque Sevilla siga siendo un escenario, no es su tragedia la que se celebra día tras día al otro lado de las bambalinas.
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