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Columna
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Analfabetos

Asisto al ciclo Grandes intérpretes en el Auditorio Nacional. No estoy muy familiarizado ni con los pianistas ni con las piezas de música clásica que tocan. Me cuesta seguir el programa y no soy capaz de diferenciar al auténtico virtuoso del buen instrumentista. Sin embargo, tengo la suerte de sentarme junto a una señora con pendientes de perla que aprecia que Kocsis sólo interpreta bien a Bartok y que, en cambio, su ejecución de los Juegos de Kurtág es una tomadura de pelo. Conozco sus opiniones porque se las manifiesta a una compañera que se sienta a su lado y porque las expresa en alto durante los aplausos: "¡Qué cara tienes, hijo!", fue su comentario a la desafortunada elección de Kocsis, y "¡Qué barbaridad, chico!", su alabanza al concierto que ofreció Sokolov la semana pasada.

Entre el público que llena el Auditorio es complicado encontrar personas menores de 35 años. Es cierto que el abono es caro, pero no es una carencia económica la que aleja a los jóvenes de la música clásica, sino cultural. Es envidiable la instrucción de una audiencia capaz, no sólo de estimar las interpretaciones de Beethoven, Bach o Mozart anunciadas en el programa, sino identificar los inesperados bises. Contemplando el aforo del Auditorio se deduce que la formación musical clásica es patrimonio de una alta clase social de más de 50 años. ¿Por qué?

Es una lástima que los jóvenes no poseamos una educación que nos permita disfrutar no sólo de piezas clásicas, sino de grandes músicos de jazz, blues o rock. La ilustración musical parece únicamente al alcance de personas cultivadas, gentes que han adquirido sus conocimientos y sensibilidad a través de clases particulares o en ambientes refinados. La juventud actual es, probablemente, la más atraída por la música de toda la historia. Somos los mayores consumidores de discos y nunca antes habían proliferado tantos grupos ni tantos conciertos y festivales ofrecidos y atendidos por jóvenes. Sin embargo, la ignorancia nos aboca al consumo de basura comercial y nos priva del goce del buen pop y de otros géneros como la ópera o la música de cámara, de la que los propios jóvenes nos autoexcluimos por falta de formación. La música, como cualquier otro arte o disciplina, requiere de cierta erudición para poder ser valorada, comprendida y saboreada. Esta enseñanza debería obtenerse en la escuela, pero los planes de educación discriminan cada vez más la materia musical. Hace tres años la ESO ofrecía 120 horas de música obligatorias y otras 105 voluntarias. Ahora, con la Ley de Calidad, tan sólo se imparten 35 y 70 voluntarias. Varias asociaciones de profesores de música de toda España han protestado por una enseñanza tan limitada y discontinua sin lograr ninguna mejora por parte del Gobierno quien, sin embargo, reconoce la contribución de la música a la formación de la sensibilidad artística de los alumnos.

Cabe, pues, la posibilidad de que un niño sólo estudie 35 horas de música en toda la secundaria, mientas que, por ejemplo, el año que viene la religión será obligatoria en los cuatro cursos de la ESO con un total de 120 horas. La comparación con otros países europeos también resulta desoladora. En Finlandia se dedican 105 horas a la música en cada curso de la secundaria y en Alemania, 70. En el bachillerato la atención a la música también ha decrecido.

El aprendizaje o, al menos, la iniciación a algún instrumento, debería ser tan importante como estudiar el aparato excretor del erizo de mar o el logaritmo neperiano. La carencia de educación melódica en la escuela pública ha propiciado la proliferación de academias privadas a las que no sólo acuden niños, sino muchos jóvenes e incluso adultos que no renuncian a interpretar o a aprender a juzgar una música cada vez más presente en sus vidas.

Las armonías potencian nuestra capacidad de abstracción y el razonamiento lógico pero, sobre todo, nos ayudan a entender, a sentir y a querer mejor al mundo. Ya no sólo saber música, sino saber de cualquier tipo de música nos enriquece. Sería bueno que los jóvenes estuviesen mejor formados, que un mayor número de chicas y chicos asistieran al Auditorio y fueran capaces de juzgar a los maestros escuchando su virtuosismo, y no como algunos, que atienden también a la interpretación de la señora de al lado.

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