Hay un taxista en Nápoles
Hay un taxista en Nápoles que tarda un segundo en adivinar que eres de Barcelona y sólo dos en citarte a Maradona. Es tan increíblemente simpático que ves venir que, con el clásico embrollo napolitano de la propina, te estafará al final. "Es muy bueno Maradona", me dijo, y que lo hubiera dicho en presente no dejó de inquietarme. Intenté cambiarle la conversación y le conté que había viajado a Nápoles con ese falso espejismo de renovación que contiene todo viaje. "¿Espejismo de renovación?", preguntó. Mis palabras parecían haberle pillado a contrapié. "¿Renovación?", insistió, como si yo hubiera dicho la cosa más extraña del mundo. Como no quería que me estafara mucho al final del trayecto, le abrí mi corazón y le expliqué que dos días antes había renovado mi carnet de socio del Barça y que había que ser un hombre de sólidos principios para animarse a hacerlo, ya que este año exigen que, además de olvidar las tres últimas nefastas temporadas, se presente uno en persona en el Camp Nou y rellene una ficha casi policial en la que fotografiarse es ineludible. Y le hablé también del casi medio siglo que ha transcurrido desde que mi padre y yo somos socios del club.
Desde 1957, mi padre, que durante tantos años presidió la Gran Penya Barcelonista de la plaza de Cataluña, ha ido renovando con constancia admirable su carnet de socio, y de paso el mío, y ahora padre e hijo nos hemos hecho con unos números de carnet muy bajos. No está nada mal. Pero este año por poco lo echo todo por la borda. La pereza que daba retratarse. Me salvó la llamada de mi padre. La foto era necesaria porque convenía censar por fin a los socios vivos y apartar los numerosos carnets de los muertos. Me acordé del día en que llegué a la violenta ciudad de Bogotá y censaban a la población, y el titular de El Espectador rezaba así: "Hoy nos censan para saber cuántos quedamos".
Me salvó la llamada de mi padre. "Cuando uno es del Barça de toda la vida", dijo. Y no quiso acabar la frase, o tal vez la frase era así. Quedamos en ir juntos al Camp Nou el día siguiente, a renovar, padre e hijo. Hacía días que no nos veíamos. El Barça une más de lo que le gente piensa. Si fuera un equipo triunfador (ahora apunta de nuevo a serlo, pero sólo apunta), ya sería perfecto. Se lo dije a mi padre cuando nos encontramos. "Ganar y perder, da lo mismo. Lo que cuenta son otras cosas", me dijo, justo al llegar al Camp Nou. Le fotografiaron primero a él. Cuando me tocó a mí, vino de muy poco que no intentaran retratarme también de perfil, parecía que no tuvieran suficiente con la foto de frente. A la salida, nos sentimos renovados en todo, nos abrazamos.
No logré conmover al taxista de Nápoles. Me dijo que yo le recordaba al signore Luna, un filósofo como yo, bajo y gordito, con barba y vestido siempre de negro, que dice llamarse de esa forma tan extraña, Luna, y es de Barcelona y da grandes propinas. Es un señor, dijo, que viaja todos los años a Nápoles y renueva su admiración por el Cristo velato de la capilla Sansevero y se pasa horas en una esquina de la ciudad porque dice que es la esquina más bella del mundo. Del mundo, repitió el taxist, y me comunicó el precio del viaje. Doce euros cuando el taxímetro marcaba cinco. Me pareció que discutir era tan inútil y tan elegante como ser del Barça. "El señor seguramente es Bigas Luna", quise aclararle antes de pagar y quedar bien retratado. "Veo a ese signore y me recuerda a un cura", dijo. "Pues se dedica al cine erótico", le expliqué. Se quedó pensativo. "¿Y también Luna ha renovado?", preguntó el rey de las propinas.
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