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MAPA DEL TEATRO EN ESPAÑA

Tener y no tener

Marcos Ordóñez

SI COMPARAMOS la situación actual de nuestra escena con la de hace veinte o treinta años, no costaría afirmar que vivimos en el mejor de los mundos posibles. Sin embargo, las paradojas afloran. Paradoja básica: tenemos los teatros mejor dotados de la historia, pero, a tenor de las estadísticas, no sabemos cómo llenarlos. ¿No hay bastantes dramaturgos? ¿No hay bastante público? Quizá el estado presente del arte dramático sea un tanto equiparable al del mundo editorial: hay ofertas para todos los gustos, pero cuesta Dios y ayuda abrirse paso en el barullo y hacer que cada gusto encuentre su oferta. El público del "teatro comercial" ignora o desdeña cualquier propuesta que se genere en las "salas alternativas", y viceversa: se diría que el espectador ha de hacer un esfuerzo sobrehumano para cruzar la calle y arriesgarse a que le sirvan un plato distinto. En lo tocante a los cómicos, tenemos, hoy más que nunca, infinitos jóvenes que quieren ser actores pero muy pocos que deseen actuar: es la misma distancia que media entre "querer ser escritor" y "querer escribir". La comparación con el panorama editorial, sin embargo, cojea a la hora de situar al dramaturgo, ese raro personaje que en España sigue siendo un pariente pobre: algo más que un guionista y bastante menos que un novelista. (Hagan la prueba y díganme cuántos dramaturgos aparecen en los típicos balances culturales del año). De puertas adentro, en el milieu, el director sigue siendo la estrella: abundan los que se consideran los reyes de la función, en la peor línea del mattatorismo latino, aunque seguimos alejados de la tradición anglosajona, donde el director, libre de ismos y de egos hipertrofiados, está al servicio de la función (y del autor). Como diría un castizo, aquí el más tonto hace relojes: andamos sobrados de creadores (una escarapela autoadjudicada, en la mayoría de los casos) y bastante faltos de artesanos, en el sentido más humilde y más noble del término. En el apartado de las programaciones sigue faltando riesgo (que equivale a apostar verdaderamente, o sea, arriesgándose a perder), y en cuanto a los festivales de cierto tonelaje sigue sobrando poltronismo, agenda y talonario: menos mamuts y más liebres es lo que precisa nuestro teatro para no morir asfixiado por su propio peso.

¿Alguna otra petición, a estas alturas del partido? Se me ocurren dos, para cerrar este breve -el espacio manda- intento de diagnóstico. Necesitamos, como agua de mayo, que unos cuantos autores se decidan de una vez a dejar entrar la realidad inmediata en sus textos; a cultivar -y ahí está de nuevo el modelo británico- una dramaturgia que refleje problemas, anhelos y temores con nombres, apellidos y localizaciones de nuestro presente. Y un público, última paradoja, capaz no sólo de interesarse por ello sino de saltar más allá y dejar de considerar lejano cualquier conflicto dramático situado en Kabul, Minnesota o Tananarive: ampliar la mirada y ampliar las fronteras.

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