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Columna
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Miniaturas

Hay una tienda en mi ciudad frente a cuyo escaparate me detengo siempre que paseo hasta el centro. Es una tienda de modelismo: en sus vitrinas se exhiben, a escala, todos los enseres y las herramientas de que el hombre se sirve para la celebración de la paz y de la guerra. Aeroplanos, galeones, trenes con sus montañas adosadas, castillos, ejércitos. Miríadas de soldados preparados para un pase de revista, con sus banderas de plomo agitadas por un viento que forzosamente tiene que ser pequeño y denso, como ellas. Cada uno de sus minúsculos rostros abstraído en la incertidumbre, el temor, la esperanza que la batalla les anuncia; cada arnés dibujado sobre el pecho de cada caballo, cada filigrana tejida sobre la vaina de cada espada. Amo lo minúsculo, y por eso me asalta una electricidad muy cercana al placer cuando me entero de que, en estos días, se celebra en Jaén el campeonato ibérico de simulación de batallas históricas con figuras de plomo. Yo no tuve soldados de plomo, me tocó la edad más democrática y grosera de los plásticos, pero nunca dejé de profesar una perenne devoción a esos batallones alineados en los muestrarios de los coleccionistas. Las miniaturas, cualquier miniatura, todas las que se despliegan en esa tienda del centro de Sevilla, me atraen compulsivamente, quieren que corra a contemplarlas y sostenerlas, a admirar su perfecta simetría y con qué acierto replican ese otro mundo grande y desproporcionado que les sobrepasa. Representar la coreografía de una antigua batalla mediante hermanos pequeños de aquellos tanques, ametralladoras y fusiles del pasado nos reconcilia con nuestra posición en el universo, nos consuela de ser pequeños e insignificantes a nuestra vez: a pesar de la efímera estatura, de hallarnos a disposición de la mediocridad y la muerte, todos podemos ejercer de protagonistas algún día. Como tantas otras formas de juego y ficción, el modelismo nos indemniza por todos los sinsabores de esta vida.

Escribe William James que el hombre es una criatura que no soporta demasiada realidad. Convertirse en Napoleón por una tarde, desde la moqueta de casa, forma parte del mismo remedio lenitivo que las simulaciones de ordenador en que se gobiernan civilizaciones, y nos ayuda a creernos por un rato colaboradores del destino, seres sobrehumanos, piezas irremplazables en este marasmo de peones descabalados que es el devenir. La literatura, naturalmente, constituye otra yema del mismo tallo: sin duda Tolstoi debía de abrigar emociones muy parecidas cuando distribuía las divisiones francesas y rusas a lo largo de las páginas de Guerra y Paz y las hacía intercambiar cargas de dragones y cañonazos. Los medios son diversos, el sentimiento siempre se repite: el que encendía al mariscal Rommel cuando dirigía a sus acorazados sobre los desiertos de Egipto, el que embarga a un niño que manda al ataque sus vikingos de plástico, el del maestro de ajedrez, el del adulto que lee los extravíos de Fabricio del Dongo en medio de la algarabía de la batalla de Waterloo. La maqueta, cualquier maqueta, proporciona un atisbo de omnipotencia opuesto a las humillaciones del día a día, la misma mezcla de compasión, curiosidad y vértigo que conquistaría a Gulliver al oír el infinitesimal latido del corazón de un liliputiense.

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