El paraíso imaginario
A las revistas les gusta provocar. Quizá de ahí el titular Cómo perdió Europa sus estrellas científicas en la portada del número del pasado 19 de enero de Time en su edición europea, o la afirmación en el artículo central de la revista de que "las mentes más brillantes de Europa se están marchando a bandadas a los Estados Unidos". No, no se trata de propaganda norteamericana, como creería algún mal pensado. Desde El Desafío Americano en 1967 del periodista francés J. J. Servan-Schreiber, numerosas voces han avanzado la ya nada original idea de Time: que el continente está perdiendo la carrera científica y tecnológica por la existencia en Estados Unidos de una "financiación más generosa, mejores instalaciones y una cultura meritocrática".
Lo que más llama la atención del artículo de Time es esa admiración universal de los entrevistados por el sistema de ciencia y tecnología americano y la correspondiente denigración del europeo. Pues, si es comprensible el entusiasmo del becario postdoctoral que gana tres veces más en Nueva York que en su Italia natal, es cuando menos irónico oír decir al antiguo ministro de Educación francés, Claude Allègre, que en su país el sistema es anacrónico y que él está pensando en "irse a Estados Unidos indefinidamente porque quiere continuar su investigación, lo cual es imposible (en Francia) en las condiciones actuales". Igual que idealizamos lo que está lejos o nos es inaccesible y trivializamos lo próximo o familiar, se corre el riesgo en Europa de crear una imagen falsa del sistema americano de ciencia, que en realidad dista mucho de ser ese paraíso que se nos presenta hasta en las publicaciones menos proamericanas.
La primera nota de admiración es la abundancia de dinero para investigar, como si Estados Unidos fuera un El Dorado científico. Efectivamente, el porcentaje del Producto Interior Bruto dedicado a investigación y desarrollo (I+D) es mayor en este país que en Europa, pero, como bien sabemos en España, "I+D" es un término muy elástico. Por ejemplo, este año más de la mitad del gasto público de Estados Unidos en I+D está destinado a defensa, mientras sólo el 5% del total va, en conjunto, a la National Science Foundation (NSF) y a la división científica del Ministerio de Energía. Si comparamos la financiación pública para investigación civil en ambos lados del Atlántico, la distancia se acorta sustancialmente, excepto en las ciencias de la salud, a las que los americanos dedican el 23% del total de I+D. La diferencia real entre los dos bloques está en la inversión privada, que en Estados Unidos supera a la pública y en cambio en Europa sólo representa una pequeña fracción.
El pequeño crecimiento en los presupuestos de investigación de EE UU ha quedado más que compensado por nuevas iniciativas que la sociedad, a través de sus políticos, parece haber pedido. Además de sus programas tradicionales, la NSF ahora emplea uno de cada cinco dólares en programas de educación, y financia consorcios universitarios como los 29 centros en ciencia e ingeniería de materiales con recursos que no han ido de la mano de las nuevas necesidades. La realidad americana es que si siempre ha sido difícil conseguir dinero para investigación básica hoy lo es aún más, sobre todo para los pequeños grupos, incluso los de renombre.
Los obstáculos son todavía mayores para el profesor que empieza a despegar o para el que está en una universidad con poca infraestructura. Y hasta llegar ahí, no pocos jóvenes han de saltar antes de puesto en puesto temporal varias veces si no terminan cambiando de dirección profesional. Así, un riguroso filtro destila los mejores y más dispuestos a sacrificarse por su carrera, y los conduce a un centro de élite, donde aumentarán sus posibilidades de éxito y con él su prestigio y el de la institución. La fama se autoalimenta, dinero llama a dinero y el pez grande se come al chico. Este darwinismo feroz es malo para el individuo, pero es beneficioso para la especie científica y para la sociedad americana en general.
¿Cómo explicar el entusiasmo por un sistema tan duro de esos europeos fuera de su tierra que aparecen en el artículo de Time? Quizá porque sólo hablan los que sobreviven y sin duda a éstos los llena una vida profesional intensa. Pero, además, por una segunda, y más acertada, nota de admiración: la flexibilidad y dinamismo del sistema americano, que lo diferencia radicalmente del europeo. Las reglas del juego son sencillas y las mismas para todos; el científico joven no ha de esperar su turno a la sombra del maduro; la autoridad que más vale es la científica, y ésta es cambiante; se estimula el riesgo, y se lo recompensa. ¿Qué joven con ambición no se sentiría tentado por un sistema así?
En suma, la ciencia de una sociedad no es más que el reflejo de sus valores. El individualismo y el deseo de independencia, el gusto por la competición y el riesgo que son esenciales en la sociedad estadounidense favorecen el desarrollo de la ciencia más que la actitud igualitaria y de solidaridad y armonía europea, pero en cambio ésta hace la vida mucho más humana. No es, pues, de extrañar que uno de los italianos que en Time alaban el sistema de ciencia norteamericano termine diciendo que lo que él de verdad querría es poder tener su laboratorio (y la infraestructura) de Nueva York pero en Nápoles. ¿Y quién no? ¡Y si es en el Levante español aún mejor! Ese sí que sería el verdadero paraíso, pero, como el otro, tampoco éste parece ser posible en la Tierra.
Emilio Méndez es Catedrático de la Universidad del Estado de Nueva York en Stony Brook
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