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Tribuna
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El dolor de los demás

Ha pasado un año. Por esta época, en el 2002, escuchábamos incesantes tambores de guerra. El señor Bush, y la cara engañosamente más amable de Colin Powell, trabajaban para convencer a la comunidad internacional de la necesidad de invadir Irak. Gobernantes de otros países pedían tiempo -que no era mucho pedir- para que los inspectores proporcionaran pruebas de la existencia de armas de destrucción masiva en los arsenales iraquíes que les permitiera sumarse a la barbarie con una coartada que vistiera de legítima y legal una guerra, entendida como lógica respuesta a una amenaza cierta. Los ciudadanos contemplábamos el espectáculo -la televisión reduce todo a rutinario caudal de entretenimiento que se cuela en los hogares por la pequeña pantalla- con enorme desconfianza, con temor, con auténtica irritación, tanta en muchos casos, que se desparramó por las calles. Nunca ha sido tan evidente la impotencia del clamor popular ante el poder de menos personas de las que se pueden contar con los dedos de una mano. Éstos tenían prisa, intereses inconfesados les apremiaban, e hicieron estallar la guerra. Así son las cosas en el mundo en el que vivimos.

Ha pasado un año. La invasión ha tenido lugar. Los inspectores y el ejército americano han podido investigar todo lo que han querido sobre el terreno. Ahora sabemos que la amenaza nunca existió, que Irak no suponía peligro alguno para la paz mundial, que ni siquiera tuvieron que ver con los terroristas que destruyeron las Torres Gemelas neoyorquinas. Así pues, se hizo la guerra contra un objetivo inexistente, aunque las consecuencias destructivas las padecieran miles y miles de personas concretas que han perdido sus casas, sus trabajos, sus vidas, o que han quedado mutilados para siempre en sus cuerpos y en sus almas. Todavía no he escuchado una disculpa pública hacia el pueblo iraquí, ni una petición de perdón. No hay lugar para el arrepentimiento. Todo lo contrario. José Mª Aznar, por ejemplo, en su esperpéntico discurso en la sesión conjunta de la Cámara de Representantes y del Senado de los EE UU, del pasado miércoles 4 de febrero, se vanaglorió de la firmeza mostrada -cual un Quijote enfrentado a unos molinos de viento- en esa guerra que nunca fue necesaria, y que nunca debió librarse por inexistencia del objetivo a abatir, y llegó a tildar de irresponsables a aquellos que le piden cuentas, o quieren polemizar, sobre la información, o la ausencia de información, en base a la cual se lanzó a apoyarla. Puestos en pie, los congresistas norteamericanos presentes, una minoría, lo ovacionaron con largueza y juntos sacaron pecho ante la proeza compartida. Un evento que busca, sin duda, su recompensa en votos. Sin embargo, el mundo no es ahora mejor que antes. Incluso, se puede afirmar que se han sembrado las condiciones para el cultivo de un nuevo foco de terroristas.

Estos hechos dan que pensar a aquellos que gustan de esta actividad. Más que perplejidad te embarga una enorme desazón. ¿Se ha perdido el juicio? Tenemos derecho a poner en entredicho las razones que dio el Gobierno para respaldar el comienzo del conflicto y también a pedir que den la cara, aunque sirva para poco.

Susan Sontag, una de mis escritoras favoritas, ha escrito un ensayo que titula Ante el dolor de los demás, publicado por el Círculo de Lectores. Es una reflexión intensa sobre las guerras del siglo XX y que viene al caso del hilo de los últimos acontecimientos. Se pregunta el por qué de esa falta de reacción o insensibilidad general ante las imágenes del dolor humano, cuando se encuentra lejos. Los muertos están desinteresados del todo en los vivos, en los que les han quitado la vida y en el resto. No buscan nuestra mirada de culpable, cobarde o cómplice, no hablan, nos explica. Nosotros, los que no hemos vivido un horror semejante al de ellos, no podemos ni imaginar lo aterradora que es la guerra. Somos incapaces de representarnos en la mente lo que cada ciudadano iraquí ha pasado cuando estaba bajo el fuego invasor, aunque hayan tenido la suerte de eludir la muerte que ha fulminado a otros a su lado. Tal vez por ello, los vivos, tengamos la obligación moral de asumir su dolor, más en este caso que fue, además, inútil.

Hace falta estómago para ordenar o defender bombardeos sobre poblaciones civiles cuando ni siquiera se tiene la certeza de que existan los motivos para un castigo tan atroz. Pero hay que ser necio, o algo peor, para pedir encima el aplauso por ello, o el voto. A no ser que cuenten con nuestras conciencias ya dormidas a los acontecimientos del pasado. Recordemos, resistámonos al olvido, sólo ha pasado un año y los muertos no se lo merecen.

María García-Lliberós es escritora.

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