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Columna
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Amores que matan

Corazones, flores, dulces, regalos, sonrisas. Ayer no pocas de las parejas españolas que sobreviven a esta guerra inducida entre hombres y mujeres, celebraron el empalagoso ritual de San Valentín. Muchos nos enteramos del evento porque la televisión llevaba días de labor de zapa, preparando el terreno -con reportajes ¡y noticias!- de la fiesta del amor más promocionada del mundo, tal como corresponde a todo suceso comercial. Hasta los niños, por lo visto, lo celebran, felicitan a sus papás y les obsequian con dibujos o poesías.

Imagino que para un niño actual ha de ser angustiante la observación constante de la salud del amor de sus padres; pobrecillos, no pocos parecen creer que tienen la obligación de estimularlo. Y es fácil suponer que para los adultos emparejados que se toman en serio lo de San Valentín -muchos más de los que suponemos-, el olvido de tan solemne conmemoración por parte de la pareja puede ser tenido como afrenta, desconsideración o síntoma de desamor. He observado inquietud real en parejas jóvenes por ese barómetro de medir el amor inventado por la mercadotecnia del 14 de febrero. El ¿se acordará o no se acordará (el otro)? equivale, en demasiadas ocasiones, a un ¿me quiere o no me quiere?

La tele hacía su campaña sobre los nuevos símbolos comerciales del amor justo después de que el crimen familiar del día -esa mujer apuñalada o tirada por la ventana por su pareja- nos había vuelto a dejar clavados en el sillón. Los asesinatos y agresiones a mujeres por sus parejas se han convertido en un plato diario insoportable. Y ahí estamos, impotentes, ante la tele, observando, un día tras otro, los escabrosos y coincidentes detalles.

Estupefactos ante la violencia familiar, se buscan explicaciones. Sólo el entender qué está pasando entre los hombres y las mujeres puede ayudar a poner remedio a este horror. En eso se empeñan ahora mismo muchos grupos y sectores sociales, especialmente de mujeres, pero sus análisis -que denuncian una intolerable situación de patriarcado- no tienen casi nunca el mismo eco que han recibido las de los obispos (que son hombres poderosos y que cuando se equivocan, también se equivocan poderosamente). Sin embargo, la magnitud del desastre y la reacción de tantas mujeres ha forzado, en los últimos tiempos, unas primeras medidas colectivas de carácter legal, judicial o policial.

Lo que parece estar claro es que todo esto no basta y que pasa algo más: algo de mucha más difícil concreción porque entra en el campo de la cultura cotidiana y sus perversiones. Una de ellas, por ejemplo, es la que impulsa a consumir amor, a consumir hombres o a consumir mujeres. Lo cual no puede achacarse a la revolución sexual, como hacen los obispos, sino a un sistema de vida que todo lo que toca lo convierte en mercancía.

Si las mujeres son consideradas -y ellas se prestan al juego- como un producto, lo más fácil es que, como las lavadoras o los yogures, tengan una fecha de caducidad. Lo mismo sucede con los hombres. El amor producto es no sólo una consecuencia de verse a sí mismo como mercancía, sino algo similar a la relación utilitaria que se tiene con el supermercado. Hasta el día en que lo que consumíamos con fruición deja de fabricarse o de ser lo que fue.

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La economía es un dios cruel: ya nada dura toda la vida porque todo está hecho para usar y tirar; prevalece la ley del más fuerte. Cuando una tontería como San Valentín es el barómetro de medir el amor de muchos contemporáneos, no es rara tanta frustración y sufrimiento. ¿Es ese estado patológico de mal humor constante por acumulación de deseos insatisfechos un agravante de la violencia familiar? Seamos realistas: la economía también prima la posesión del otro. Cuando el otro es visto como objeto.

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