Infancia en palabras
Gudbergur Bergsson (Islandia, 1932) es uno de los cada vez más escasos novelistas que ponen la reflexión en el primer plano de su obra. Toda literatura tiene un trasfondo reflexivo, pues su fin es indagar en la condición humana, pero, mientras que la mayoría de los narradores afrontan el reto a través del espejo de la metáfora, creando historias que reflejan esa búsqueda en las preguntas que simbólicamente plantean, otros, como Bergsson, hacen que la reflexión esté presente ya en la misma historia. Presente, no porque se sirva de la trama como de un mero envoltorio con el que arropar una prosa sentenciosa o un armazón alrededor del que articular ideas preconcebidas, ni porque mezcle ensayo y narración, sino porque en su obra narración y reflexión forman un cuerpo inseparable. No sólo corren paralelas, sino que la segunda es el motor de la primera. Esta exigente concepción de la escritura, que ya era palpable en las dos novelas de Bergsson traducidas hasta ahora al castellano (El cisne, en la que una niña descubría durante un verano la violencia que es consustancial a la vida; y Amor duro, en la que un hombre maduro diseccionaba todas las formas de tormento amoroso) y que demanda a un tiempo la complicidad del lector y una perfecta adecuación entre la forma y el contenido, es llevada al extremo en La magia de la niñez.
LA MAGIA DE LA NIÑEZ
Gudbergur Bergsson
Traducción de Enrique Bernárdez
Tusquets. Barcelona, 2003
393 páginas. 18 euros
Si bien el volumen se presen-
ta como las memorias infantiles de Bergsson, en la misma nota introductoria se advierte que no se trata de una autobiografía convencional: "Esta obra es históricamente inexacta. Su única pretensión es que de algún modo pueda resultar verdadera para el autor en lo referente a los sentimientos que en ella se plasman". Otras razones confirman poco a poco la singularidad del empeño. Bergsson regresa al pueblo donde nació, una aldea de pescadores a 50 kilómetros de Reikiavik, porque "no existe persona alguna que no desee desaparecer de nuevo hacia el lugar de su procedencia", pero su objetivo no es recuperar su infancia, ya que "pocas cosas hay que se pierdan tan irremisiblemente como la vida de un ser humano", sino "componer una obra independiente que pueda considerarse un paralelo de lo vivido". Es un viaje mental ("la búsqueda de algo que estaba en mi propia mente más que de algo de verdad existente") en el que, revistiendo a la memoria infantil del "ropaje artificial de la lengua", lo que se propone es encontrar, antes que sus orígenes, el origen de sus ideas acerca de la vida y el arte.
La relación entre la vida y el arte pasa a ser el eje de todo el relato. Bergsson, sin embargo, no se preocupa de trazar los lindes entre ambos porque, al concebir la existencia como una obra, los identifica casi totalmente ("unas cosas se ven; otras no; la vida no se le muestra a uno en su totalidad y de un golpe, sino sobre todo a través de palabras que forman un relato. Vivir es juntar retazos"), impidiendo, de paso, que el fuerte discurrir estético merme el que parece ser el mayor mérito de toda su literatura y su principal garantía de universalidad: la constante indagación en los misterios básicos de la existencia.
Resulta imposible reseñar los variados hallazgos de un libro tan denso y rico como La magia de la niñez. Quizá lo más asombroso sea que, a la vez que todo eso, y partiendo de su infancia de niño pobre en la Islandia de los años treinta, efectivamente consiga Bergsson evocar la magia de la niñez, de toda niñez, y que, para colmo, lo haga sin caer en el sentimentalismo.
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