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APROXIMACIONES
Columna
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El pájaro de tres cabezas

Gustavo Martín Garzo

PUEDE QUE la literatura les sirva a los niños para muchas cosas, puede que les ayude a conocer el mundo, a mirar a través de los ojos de los demás, o que contribuya a despertar en ellos las mil y una imágenes del gozo, pero por encima de todo debe tener el poder de fascinarles. Y la primera fascinación del niño es su madre. Esa figura que se ocupa de cuidarle y de protegerle, pero también que le sonríe y a la que oye hablar sin parar, es sin duda el paradigma de todas las fascinaciones futuras. Siempre he pensado que la gran fascinación que luego ejercerá sobre los niños el cine tiene en esta aparición del rostro de la madre, y en su escala tan diferente, su primera y más decisiva representación. La oscuridad de la sala de cine, que suscita el espacio de la intimidad y la cercanía del sueño, la presencia del rostro humano, y su diferencia de escala sobre la pantalla, evocan sin duda esos primeros momentos en que el rostro de la madre aparecía flotando en el aire para asomarse al espacio de la pequeña cuna. Una giganta que se ocupaba de él, ¿puede haber algo más inolvidable? Pero muy pronto el niño tendrá que enfrentarse a la dolorosa evidencia de que esa figura de su embeleso y su asombro no siempre va a estar a su disposición, y entrará en conflicto con ella, pues verá que muchas veces no acudirá a su lado cuando la llame, o que, aun estando cerca, no querrá darle lo que le pide. Winnicott, el gran psicoanalista de niños, habló de la madre suficientemente buena. Pues bien, creo que los cuentos pertenecen al ámbito de esta madre suficientemente buena que vive entregada a su pequeño pero tiene que encontrar la manera de poner límites a su voracidad y a su narcisismo. Esa madre que está encantada con que su niño la adore, como no podía ser menos, pero que sabe que a la fascinación no le viene mal una cierta dosis de humor e ironía, que corrija su tendencia a la locura. Y eso es lo que le dice la madre a su niño: "Quiero que me ames todo lo que puedas, pero no que pierdas la cabeza por mí". Y claro, también se dice a sí misma: "Tampoco quiero perderla yo". Por eso en los cuentos es tan importante el humor. La fascinación nos hace creer en los sueños, en los ideales, nos enfrenta a lo que somos y nos hace buscar lo que deberíamos ser; el humor nos permite corregir los posibles desvaríos de la fascinación. La fascinación por sí sola nos arranca de la realidad, nos impone la tiranía de los ideales, el sueño de la verdad absoluta y excluyente. En Zarzarrosa la fascinación hace que el príncipe abandone el mundo real para internarse en un extraño país en el que todos están dormidos. El humor nos devuelve la cordura, nos hace ver que si nuestros sueños son importantes, también lo es aprender a vivir en ese espacio común que es el mundo de todos. Es lo que pasa en el cuento de Zarzarrosa, donde tras el beso no sólo se despierta la princesa dormida sino todos cuantos se habían dormido con ella, y la vida vuelve a fluir con toda su encantadora vulgaridad.

Pues bien, parecen decirnos los cuentos, el mundo es así y en él conviven los besos más sublimes, con las moscas que corren por las paredes, los trompazos y las pobres criadas que tienen que pelar los pollos que nos vamos a comer. A todas las madres les pasa eso con el niño que tienen que atender. Han soñado con él, y ahora está a su lado y se preguntan quién es, de dónde viene y si su vida va a cambiar a partir de ese instante. Preguntas que, como es lógico, no tienen respuesta, pues ninguna pregunta importante la tiene. Y está bien que les miren embelesadas, pero también que se lo tomen un poco a broma para así poder ocuparse de darles lo que necesitan. Un bebé es como un duende, una criatura maravillosa y perturbadora que las madres tienen que conducir al mundo.

Los personajes de los cuentos siempre deben regresar al mundo. Pasan por un sinfín de dificultades pero la prueba de fuego es el regreso. Kawabata, el gran escritor japonés, tiene una novela terrible que se titula La casa de las bellas durmientes. Esa casa es un prostíbulo. Pero un prostíbulo bien singular, puesto que en él sólo hay muchachas narcotizadas. La visitan oscuros y adinerados ancianos, que prefieren que las muchachas permanezcan dormidas a fin de que no puedan contemplar ni su decrepitud ni el lacerante espectáculo de su impotencia. Pasan la noche con ellas, y las acarician y miran como si no fueran enteramente reales, sino un objeto de sus fantasías enfermas, y luego se alejan de sus lechos, amparados en su vergonzoso anonimato. Sería como si el príncipe de nuestro cuento en vez de desear que la princesa despertara, pues es ese deseo el que sin duda la arranca de la muerte, se hubiera acostumbrado a visitarla a escondidas, y disfrutara del goce perverso de estar a su lado sin que ella se diera cuenta de nada ni le pudiera preguntar quién era ni lo que hacía allí. Y es cierto que lo que lleva a los ancianos a la casa de las bellas durmientes es algo muy poderoso, puesto que tampoco ellos pueden desatender la llamada que les obliga a acudir a su encuentro, pero yo no hablaría de fascinación pues para serlo carece de los otros dos elementos que le son inherentes. El deseo de conocimiento y la ausencia de daño.

En realidad, la fascinación es un pájaro de tres cabezas. La primera de esas cabezas nos hace acudir en busca de algo, aunque no sepamos lo que es. La segunda nos obligará a preguntar por lo que encontramos; y la tercera, a hacernos cargo de ello. Es eso lo que los cuentos les enseñan a los niños, que el lugar de la fascinación es el lugar del conocimiento y de la responsabilidad. Volvamos de nuevo al cuento de los hermanos Grimm. El príncipe acude a la llamada del palacio encantado, descubre a la muchacha dormida y se enamora al instante de ella, ésa es la primera cabeza del pájaro de la fascinación. Pero quiere saber quién es y la besa, con lo que tenemos la segunda cabeza. La tercera aparecerá enseguida, pues la princesa al despertarse y ver al apuesto príncipe se pone a hablar con él, y los dos saben que ahora empezará para ellos una vida nueva en que tendrán que aprender a ocuparse el uno del otro.

Pero la casa a la que acuden los ancianos, en la novela de Kawabata, es justo lo contrario que ese palacio encantado, pues allí están prohibidas las preguntas. Al contrario que los personajes de los cuentos que siempre andan escuchando lo que no deben, los ancianos de la novela de Kawabata no quieren escuchar a nadie, salvo a sí mismo y a su propio deseo. Pero los cuentos existen para acoger en nuestro corazón las voces de los otros. Las voces no sólo de los otros hombres, sino también de los animales, los árboles y las estrellas. Por eso el mundo del cuento, y el de la literatura, pertenece al ámbito de lo femenino. Ya que lo femenino no es sino esa disposición a contar y a escuchar sin descanso. Pero ¿a contar qué? Me aventuro a dar una respuesta. Los hombres hablan para decir lo que quieren, las mujeres para contar lo que las pasa.

Barri nos dice en Peter Pan que todas las niñas cuando crecen se transforman en unas vulgarísimas mujeres casadas, pero ¿de verdad son tan vulgares? Y si lo fueran ¿por qué contarían a sus hijos esas historias tan locas? La hermana de Alicia se imagina a ésta siendo ya una mujer y narrándoles a sus hijos su extraño sueño, y Wendy contará a los suyos la historia de su visita a la Isla de Nunca Jamás. Y si ambas pueden contar lo que cuentan es porque estuvieron en esos lugares, y recuerdan lo que vieron en ellos. Nadie que lo haya hecho podrá ser vulgar. Y la literatura existe precisamente para apartarnos de la vulgaridad. No sólo para decirnos que alguna vez volamos a esa isla, que se confunde con nuestra propia infancia, sino que podemos volver a hacerlo cuando queramos.

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