Nueva respuesta a la pregunta: ¿qué es la Ilustración?
La proeza de la Ilustración. Su "diamante de subversión", como dice Lacan en su parábola Kant con Sade. La inmensa buena nueva que fue, y sigue siendo, el sapere aude kantiano, su llamamiento a pensar por uno mismo, sin tutores, dejando atrás la minoría de edad, el requerimiento íntimo a cada individuo para que resista a cualquier religión y superstición, el teorema según el cual no hay más ley que la Ley, ni más conducta razonable que la que es conforme con la Libertad.
Sí, es evidente que el legado kantiano sigue estando de actualidad. No hay duda de que, en los albores del siglo XXI, no ha perdido ni un ápice de su fuerza subversiva, liberadora, revolucionaria. Y es justo, fecundo, natural, remitirse a él cada vez que se quiere defender, por ejemplo, el principio de ciudadanía frente al de comunidad; apostar por la ley frente a la simple aquiescencia del dato y su empiricidad; a la trascendentalidad de una archi-identidad, abstracta y universalizable, frente a los intereses particulares, las identidades cerradas, los patriotismos, los chauvinismos, aunque sean de un único individuo.
¿Qué es, pues, la Ilustración? El principio de laicidad, la libertad de ser libre en el caso de las jóvenes obligadas a llevar el pañuelo islámico, el gusto por el libre examen, la libertad de querer la libertad del otro y, como dice Lacan en el texto citado más arriba, su "derecho al disfrute", el derecho, e incluso el deber -a condición de saber de qué se habla y no hacerlo de oídas-, a criticar las religiones, en definitiva, la estricta división entre la santidad y lo sagrado, el rechazo a esa santidad de lo sagrado que preconizan todas las ideologías contemporáneas y que las hace tan mortíferas.
¿Qué es, pues, la Ilustración? La aptitud -expresada con las mismas palabras en el canon de Kant- de expulsar las sombras que nos dominan, de mantener a distancia nuestros fantasmas, de romper el hechizo de lo que nos habita, nos aprisiona, nos ahoga; la aptitud de conjurar esa enfermedad que Nietzsche denominaba el resentimiento y que no hay que confundir con los imperativos de un deber de memoria frente al que no se debe ceder a ningún precio -la capacidad, también, cuando se es francés, de desembarazarse del legado petanista y, cuando se es alemán, de resistir al embrujo de los dos totalitarismos que se dieron cita en su suelo y en sus mentes-.
¿Qué es, también, la Ilustración? Una consigna que resuena en el momento en que sólo pretendo ser lo que el orden empírico del mundo, de mi pasado, de mi memoria, entiende y prescribe que soy; una capacidad de servirse del propio entendimiento para abandonar las determinaciones pseudo-naturales y dotarse de una archiidentidad; un programa metafísico y político que se moviliza cada vez que un individuo emite el curioso deseo de fundamentar su humanidad sobre un principio que no se puede reducir sólo a la contingencia de su nacimiento; una manera de ser, no francés o alemán, sino europeo de origen alemán, francés o de otro lado -una manera de considerar los territorios, todos los territorios, no como lugares de arraigo, sino como puntos de partida hacia una travesía interminable-.
En todos esos sentidos, sí, sigo siendo kantiano; en esos tres sentidos, no hay hoy un solo individuo libre, no hay un europeo digno de ese nombre y que se sienta más o menos responsable del mundo y de sus semejantes, no hay un solo intelectual que se considere obligado hacia el mundo y sus habitantes, que no siga siendo, quiéralo o no, sea consciente de ello o pretenda no serlo, un sujeto kantiano, lector explícito o implícito de Qué es la Ilustración y no se plantee, a cada instante, la vieja cuestión: "¿Vivimos en un siglo ilustrado?"; y, sobre todo, que para criticarlo no nos saquen a colación la vieja cantinela del relativismo cultural, de la equivalencia de las culturas o, lo que es peor, el proceso contra la Ilustración presentada como coartada o pantalla de un imperialismo etnocéntrico occidental y en el que se reciclan de continuo unos anticuados cuerpos del delito: existen logros de la Ilustración (especialmente el derecho que tiene un cuerpo de no ser martirizado y de permanecer libre tanto a la hora de expresarse como de moverse) que, puesto que hablan en nombre de la Humanidad, la conciernen por entero, en su esencia y verdad, sean cuales sean las diferencias de lugar, tiempo o circunstancia.
Dicho esto, hay que señalar que existe una cierta ingenuidad de la Ilustración, incluso una ingenuidad plural, sobre la que nos ha instruido el siglo pasado y cuya generalización a todo el planeta debería invitarnos a estar al acecho de sus estragos con redoblada atención y, a ser posible, lucidez.
En primer lugar está la ilusión (soy muy consciente de que es menos alemana que francesa, de que está mucho más vinculada al legado de 1789 que al de la Aufklärung, y que halla su expresión en Renan más que en el Kant de Qué es la Ilustración, pero, en cualquier caso...), la ilusión, repito, según la cual, como panacea de todos los problemas planteados por las sociedades surgidas de la Ilustración, existiría una "modernidad político-jurídica" indizada bajo señales de reconocimiento tales como el Estado-nación, los derechos humanos, el sufragio universal, el Estado de derecho, y cuyo innegable prestigio bastaría para acabar con toda forma religiosa diferenciada. Además de que ya no es posible subestimar los temibles efectos perversos -por ejemplo, en el resurgimiento del antisemitismo- de esa reducción de lo religioso a lo cultural, ¿es necesario precisar hasta qué punto esa ilusión ha sido vapuleada por algunos de los episodios más sombríos del siglo XX? ¿Hay que recordar el horror de Franz Rosenzweig cuando, ante las pilas de cadáveres de 1917 y de sus carnicerías mecanizadas, se enfrentó a un inesperado retorno del arcaísmo y de la superstición más imbéciles bajo forma de movilización general y de obediencia ciega?
En segundo lugar está la ilusión culta. La idea de que sería suficiente saber para ser bueno y estar iluminado por la razón para que el Bien se alinee con la Verdad y triunfen sobre el Mal; esa idea, resumida por Victor Hugo, de que abrir una escuela es cerrar una cárcel y de que no hay mejor antídoto contra la barbarie que unas mentes iluminadas por la cultura y la razón. La ilusión, en una palabra, de una pacificación de las almas, de un armisticio en su guerra y en la de los cuerpos, únicamente en virtud de esa famosa Cultura convertida en objeto de una nueva religión. ¿Es necesario recordar que La Ilíada celebra los más espantosos ritos guerreros? ¿Que Dante se alegraba de los tormentos de sus enemigos en el infierno? ¿Que Dostoievski preconizaba el antisemitismo? ¿A Solzhenitsin? ¿A Céline? ¿A Aragón el estalinista? ¿Que el mismo Lacan sentía la necesidad -habría que preguntarse el porqué de esta curiosa defensa de su inocencia- de precisar, en la parabola citada, que "nadie" podía "por torpeza de entendimiento, o emotividad", dudar de su "apego a una libertad sin la cual los pueblos están de luto"? ¿Habrá que evocar todos los casos en los que vemos en acción al teorema exactamente contrario: el que hace rimar cultura elevada y barbarie y del que Freud se hacía eco cuando decía que los libros eran siempre hijos de la desgracia?
Y, finalmente, la ingenuidad progresista. La idea de la existencia de un tiempo portador de promesas. La apuesta por una Historia que tendría sentido y que, de vericueto en vericueto, o, mejor dicho, de artimaña en artimaña, se encamina hacia su parusía. En una palabra, esa dulce ilusión que la historia de la filosofía califica de "dialéctica" y según la cual bastaría con empujar, seguir empujando, empujar continuamente un poco más para que sobre las ruinas de lo peor termine por advenir lo mejor. La historia del marxismo, la de los totalitarismos, los avatares de la voluntad de pureza y del sueño de encarnación del Bien Supremo, los estragos del medicalismo en política, los estragos, para ser preciso, de la idea según la cual los buenos políticos serían ante todo buenos médicos y tendrían el mandato de aliviar a la sociedad de su parte maldita, de curarla de su funesta negatividad, de ayudarla a parir ese cuerpo sano que porta en sí pero que corrompe la omnipresencia de lo negativo, todo ello da muestras de esa ilusión -el siglo pasado ha mostrado que el optimismo histórico no sólo es absurdo, sino criminal, puesto que sólo evita el Mal fijándolo en figuras elegidas y haciendo después de esas figuras objeto de una depuración étnica, de una profilaxis terrorífica-.
La Ilustración tiene sombra.Fieles a Kant, debemos criticar -hablando con propiedad, cribar- la Ilustración.
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