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Síntoma más que anécdota

Cuando un día cualquiera nos levantamos con un poco de fiebre y al siguiente ya se nos ha pasado, no le damos mayor importancia: por cierto, decimos, hoy ando un poco febril (o sea: es una anécdota). Cuando un día y al otro y al siguiente la fiebre persiste, la cosa deja de ser anecdótica: se trata de algo más, es el síntoma de una enfermedad que estamos incubando. Pues bien, hace unos días fue destituido -con toda la razón del mundo- el director de Teatres por unas increíbles declaraciones sobre la cultura valenciana. El asunto fue despachado como una anécdota: se trataba de una persona que no merecía la confianza que se había depositado en él. Esto es cierto, pero no es todo: el problema, me parece, es que este cese no constituye un episodio casual, sino que es el síntoma de algo más preocupante.

¿Se imaginan una historia parecida en Cataluña, en Andalucía, en Galicia, en Madrid? ¿A que no? ¿Por qué, pues, en la Comunidad Valenciana? ¿Porque ese señor que ha sido destituido era un desagradecido? También, pero, fundamentalmente, porque viene de un contexto en el que no nos toman en serio. No nos hemos hecho a respetar y ahora pasa lo que pasa. Dicen que la próxima persona que ocupará el cargo se habrá formado aquí. Bueno, está bien, pero ello no garantiza que el teatro valenciano salga de la situación comatosa en la que se halla. La cultura es como las plantas, gana con los injertos. Si no que se lo digan a París, una ciudad que supo atraer a gentes de toda Europa, desde Picasso hasta Ionesco, para convertirse en el paradigma de la cultura de la primera mitad del siglo XX.

O que se lo digan a los EEUU, un país que hizo lo propio en la segunda mitad de ese siglo quedándose con lo mejor del mundo entero, con las tres cuartas partes de los premios Nobel, aunque menos de un tercio hubiera nacido allí.

De verdad, créanme, el problema no estriba en importar, el problema estriba en importar mal o de lo que no hace falta o ambas cosas a un tiempo. En el caso que nos ocupa parece evidente que no sólo fue un mal fichaje: sobre todo era un fichaje innecesario. Vamos a ver si nos entendemos. Nadie se ha quejado nunca en Valencia de que importemos tecnología de comunicaciones o madera virgen: ambas cosas nos hacen falta porque no destacamos por el primer capítulo y nuestros bosques tan apenas cubren un pequeño porcentaje del segundo. Pero imagínense que la Consellería de Agricultura se dedicase a importar naranjas o que la de Industria importase partidas de cerámica. Habría un verdadero clamor popular.

Pues bien, ¿cómo se puede entender que hayamos necesitado importar un señor (en realidad muchos, demasiados señores), para que enseñe a los valencianos a hacer teatro? Que yo sepa en Occidente el teatro lo inventaron los griegos, pero, en España, prácticamente lo hicieron los valencianos, desde el Misteri d'Elx hasta hoy mismo pasando por la llamada escuela valenciana de Lope (que no es la que Lope formó, sino donde Lope se formó, lo que es diferente).

Resulta incómodo tratar de estas cosas en plena campaña electoral porque parece que estés arrimando el ascua a alguna sardina. Si aun así lo hago es porque tengo el convencimiento de que, en el fondo, la cultura no mueve votos, así que da igual. Además, el problema no es de hoy, viene de antiguo. Unos se dejan aconsejar por genios importados para dilapidar lo que no tenemos en montajes estrafalarios en Sagunto y otros le ponen un corsé a su teatro romano dejándose malaconsejar igualmente. Y que conste que ambos hicieron también aportaciones valiosas para la promoción de la cultura valenciana, no se trata de negarles el pan y la sal. Pero a lo que vamos: desde luego en Epidauro o en Roma ni han tirado la casa por la ventana para epatar al respetable ni han modernizado un monumento histórico; tampoco en Mérida. ¿Es que en Valencia no hay gente de teatro de solvencia, es que las artes plásticas no son lo que confiere a los valencianos un perfil singular en el mundo de la cultura? Por sorprendente que parezca la imagen que se tiene de la cultura valenciana en otros pagos no es ésta, sino que va precisamente en la línea de las desafortunadas palabras del ex director de marras. No hemos sabido articular hacia fuera un modelo real de la cultura valenciana, tal vez porque ni siquiera aquí dentro estamos de acuerdo sobre el mismo.

¿Para qué pagamos impuestos los ciudadanos? Como uno más de estos ciudadanos se lo voy a explicar. No pagamos para que los políticos se hagan famosos ejerciendo el mecenazgo (Mecenas ponía su propio dinero: ésa es la diferencia), lo hacemos para que la fama nos sonría a nosotros, los paganos. Pero la fama sólo puede afectarnos positivamente con una política exportadora, nunca a base de importar.

No queremos salir fugazmente en los papeles porque en Valencia o en Alicante se ha hecho un edificio singular o un montaje deslumbrante, ambos carísimos. Lo que queremos es ver el nombre de la Comunidad Valenciana, de sus compañías, de sus actores y de sus autores teatrales en los escenarios de toda España, primero, de otras partes del mundo, después. Y lo mismo cabe decir de los pintores, de los músicos, de los cantantes, de los bailarines o de los escritores. Ésa sí que sería una política cultural consistente, la que resultase capaz de sobrevolar mezquindades personales o de pugna de partidos y lograse poner los cimientos necesarios para volver a ser lo que un día fuimos en la cultura española y europea. No subvencionar a lo tonto, sino promover la formación de artistas, al tiempo que se apoya su proyección exterior, que es la nuestra. Resulta extremadamente irritante que un señor de Madrid venga a "Levante" a darnos lecciones de teatro. Pero, las cosas como son: nos lo habíamos ganado a pulso.

Ángel López García-Molins es catedrático de Teoría de los Lenguajes de la Universidad de Valencia. (lopez@uv.es)

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