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Columna
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Feos y malos

Rosa Montero

Los pueblos, como las personas, atraviesan etapas de gloria y etapas de decadencia. Hay pueblos que, en vertiginosos momentos de delirio psicopático, rozan el suicidio y el genocidio, como el Afganistán de los talibanes o la Alemania del Tercer Reich. Y hay otras sociedades, en fin, que de cuando en cuando se sumergen en un brote de supina necedad. Que en Estados Unidos se haya organizado semejante escándalo por la visión fugaz del pecho de plástico de Michael Jackson (¡perdón!, de su hermana clónica, sin duda manufacturada por el mismo cirujano), resultaría risible si no produjera tanto miedo. Porque esos señores que consideran lujuriosa e indecente la breve exposición de un seno femenino y que están reimplantando la censura previa en televisión; esos señores que han cortado unas imágenes de la serie Urgencias porque se veía el pecho de una anciana de ochenta años mientras era curada en el hospital (qué sexualidad tan sumamente perversa hay que tener para censurar algo así); esos señores que sin embargo no parecen encontrar tan inmoral la violencia, el espíritu bélico que arrasa y abrasa o las imágenes de los niños que agonizan de hambre en el Tercer Mundo (y eso sí que es obsceno); esos señores feos, malos y evidentemente enfermos, en fin, son la actual clase dirigente de nuestro imperio, y están conformando -deformando- su país y el mundo a la medida de su patología.

Ya sucedió antes algo parecido en EE UU con el Código Hays, que se aplicó en el cine desde 1934 hasta 1966, y que prohibía hablar del aborto, por ejemplo, o de relaciones sexuales entre razas distintas, o de "perversiones" como la homosexualidad; que obligaba a potenciar la institución matrimonial y censuraba los indicios de "lujuria" en las escenas de amor, entre otras mentecateces (para rodar una escena de cama, los protagonistas tenían que contorsionarse y mantener por lo menos un pie en el suelo). Este código ridículo desapareció en medio de la burla y la ignominia barrido por los aires de libertad de los sesenta; pero aquellos tipejos grotescos de los que tanto nos hemos reído han regresado, y ahora mandan. Qué terrible que a principios del siglo XXI vuelva a ser revolucionario algo tan idiota como enseñar un pecho.

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