Dos sosos y una bronca
A medida que avanza la campaña electoral se tiene la impresión de que un ancho espacio se abre entre los modos de los candidatos y un peligroso estado de ánimo que se quiere imponer a la sociedad española. El perfil de los candidatos no recuerda precisamente al de los gladiadores de la antigua Roma. Ofrecen una imagen de desdibujamiento, de perfiles nada acusados, por lo menos en comparación con la crispación creada en torno a la organización territorial del Estado que parece la única cuestión a debatir. Lo lógico sería, más bien, hacer balance de lo que el PP ha hecho en el poder, ver si ofrece nuevas alternativas razonables y compararlas con las del adversario. Pero no es eso lo que aparece sobre el tapete.
Rajoy exhibe un programa tan concreto que parece salido de esos recónditos cajones que pueblan las oficinas de la Administración pública.Todo son proyecciones hacia el futuro de lo que ya estaba planeado. Claro está que por el momento da la sensación de que no tiene más que esperar a que pasen los malos días de la campaña en un sólido catenaccio defensivo. Pero a base de asemejarse a un López Rodó con sólo unas gotas de Pío Cabanillas (padre) resulta que lo desconocemos profundamente. ¿Qué es menos malo, que obtenga mayoría absoluta porque así se desembarazará de lo peor de la herencia de su antecesor, o que no, en cuyo caso deberá pactar? No lo sabe ni él, por lo que difícilmente se le podrá pedir que lo descubran los analistas.
Rodríguez Zapatero ha sorteado un peligroso campo de minas en Cataluña y obtenido un aprobado raspado, que ya es bastante más que la nota lograda cuando sobrevino la crisis de la Comunidad de Madrid. Sus propuestas regeneradoras de la democracia -sobre la televisión pública, por ejemplo- son muy prometedoras; su recurso a los independientes también. Pero, lejos de la exuberancia o el tono pedagógico de González y sin el desdoblamiento que a éste le proporcionaba Guerra, sigue amenazado por dar sensación de inconsistencia o de no llegar a la condición de presidenciable incluso por la proliferación de promesas. Durante la República, Fernández Flórez ironizó acerca de quienes en campaña electoral prometían incluso aclimatar el besugo en el estanque del Retiro. Algo de eso hay.
La sosa placidez de los candidatos contrasta con un ambiente bronco en que parece que hay una sola cuestión, la de la unidad de España, y desastres inminentes nos amenazan a la vuelta de la esquina. Lo que siempre había sido denominado como "el oasis catalán" ahora proyecta sombras trágicas sobre nuestro provenir. Se está incitando a una confrontación, inédita hasta el momento, que no es sólo política sino también social. En parte se trata de un fenómeno inducido pero también -y eso es más peligroso- espontáneo. En Madrid, algunos han iniciado, como deporte, la caza del catalán, y en Barcelona hay una auténtica erupción sentimental que parte de no ser queridos, ni siquiera entendidos. Con estos mimbres, incluso si bajo su apariencia de sosos, nuestros dos candidatos resultaran un cruce entre Abraham Lincoln y Pericles, vamos a tener todos un panorama muy complicado tras las elecciones.
No queda más remedio que aludir al desencadenante decisivo en este clima de desvarío. Se debe hacer sin palabras gruesas, porque éstas pueden tener el inconveniente de provocar la reacción contraria: cualquier despellejado con justicia en este país cruel pero misericordioso se puede convertir en santo. La alternativa es emplearse con pedantería irónica, que es corrosiva pero tiene una apariencia más inocua. Lo que ha hecho el señor Carod ha sido demostrar hipoxia -esa carencia de oxígeno de los escaladores que conduce al desvarío- y asomatognosia -incapacidad para darse cuenta del puesto que uno ocupa en el cosmos-. Tal como están las cosas, corresponde a los electores catalanes decidir acerca de su persona. Pero no vendría mal que recordaran también una frase de Thomas Mann en sus célebres discursos a los alemanes, durante la Segunda Guerra Mundial: es necio quien sólo argumenta con un "obré con buena voluntad". Pero, además, siempre concluye en un "triste final".
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