La libertad y la felicidad perdidas
Entre el placer de los límites y la mala sombra de la frustración suele bascular la edad adulta, como si no hubiese otro modo de madurar que como lo hacen las peras en los perales: entre el miedo a pudrirse colgadas y el miedo a que las sacudan al suelo sin haberse enterado aún de nada. Pero eso, que el eje de la edad es el no, sólo se deja ver después, cuando todo se ha ido mucho más allá de los veinte años. Almudena Grandes ya no tiene veinte años, pero los tres protagonistas de su delgadísima novela los tienen casi todo el rato. La narradora se ha ido a buscarlos allá, a ese tiempo con la forma falsamente genuina de la libertad total, para traerlos a la mirada del lector de hoy. No hay la menor motivación histórica porque no pretende ser metáfora de la movida ni del Madrid de 1984 sino lo que suele ser la ambición de Grandes como novelista: fabular el interior caliente de los personajes y sus modos de aprender a manejarse con los límites. Por eso sus novelas son del siglo XIX con descaro suntuoso de maneras y por eso ésta no parece casi de Almudena Grandes, pero sí lo es. Es el esqueleto de una de sus novelas densas y agobiadas de matices, sentimentales y sensuales, y es casi una parábola a medias sobre la felicidad y a medias sobre la libertad, a veces un poco simple o un poco esquemática, como les suele pasar a las parábolas, incluso cuando lo que quieren expresar es precisamente la complejidad, la transitoriedad, la inestabilidad de todo. Me parece que la escritora ha querido ensayar muy conscientemente las virtudes de la economía narrativa frente a sus probadísimas dotes para la expansión, la ramificación y amplificación de los sentires y las tramas.
CASTILLOS DE CARTÓN
Almudena Grandes
Tusquets. Barcelona, 2004
199 páginas. 13,30 euros
En esta novela no hay sitio para esa exploración de sentimientos ni siquiera para tomar, retomar y volver a tomar suficientemente los hilos de biografías inacabadas. Aquí están las cosas más despojadas y más limpias pero no son las que dan lo mejor de la escritora, y por eso no recuerda a Almudena Grandes en las formas literarias pero sí, y mucho, en el eje central: esas ganas de pensar en la felicidad como estado precario y frágil, en este caso organizado como un equilibrio de intereses de tres muchachos de veinte años, dos hombres casi complementarios, y una mujer agradecida y grata con y para ambos. Estropea la combinación perfecta lo que suele estropear todo equilibrio: el desequilibrio que va en el equilibrio mismo, el tiempo, los cambios. Ninguno volverá a ser tan feliz como entonces, sobre todo ella, que es quien narra, y el lector entiende la alianza de la libertad recién estrenada y la exploración de la sexualidad como pedazos ciertos de una felicidad que es caduca y doblemente inestable: por ser humana y por ser a tres bandas. Ha hecho pintores a los protagonistas, pero es demasiado poco lo que filtra Grandes sobre ellos, casi diría que estorba ese motivo estético, que parece pedir algo del género de la novela de artista y queda sólo como desencadenante parcial del desorden. Sólo son piezas para una historia revisitada al cabo de los años: "Deseaba que sucediera lo que acaba de pasar, y sin embargo deseaba al mismo tiempo que nada cambiara, porque la ecuación perfecta de nuestros cuerpos impares, que era fragilísima y era sólida como una roca, nos había dado más de lo que habíamos tenido nunca".
A Almudena Grandes le va mejor el ensanchamiento derramado de cosas e intuiciones, pero esta novela no da para todo eso y sus personajes se quedan lejos de otras suyas. Incluso entre sus cosas breves yo diría que sigo prefiriendo a la Lulú del principio, esa atrevida novela de aprendizaje que también exploraba el riesgo de la libertad, o sea, la plenitud de la libertad a través del sexo, y quizá lo hizo cuando todavía no sabía la misma autora cuáles habían de ser sus más altas y mejores armas de novelista.
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