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FONDO DE OJO
Columna
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Las dos trufas

Si exceptuamos a nuestro insigne Ferran Adrià, cocinero de El Bulli, parece que Alain Ducasse es la estrella que más luce en el firmamento gastronómico, ya que ostenta estrellas Michelín por doquiera que va.

Además de cocinero Alain es un consumado escritor, y asume la autoría no sólo de usuales libros de cocina, sino que sus intereses intelectuales penetran en las formas de vida de los contemporáneos, intentando desentrañar el misterio de las cosas sencillas, aquellas que pretenden logran la felicidad de los humanos hastiados de tecnología y frivolidad.

Como muestra de lo antedicho no hay sino que adentrarse en los vericuetos de sus "Encuentros con sabor" para disfrutar de la vida campestre de Las Landas, la Bretaña o la dulce Niedermurchwir, en Alsacia, donde la joven Christine elabora confituras y jaleas en un mundo donde el tiempo no ha pasado y los rojos frutos florecen en los arbustos, próximos a la mano de los sosegados paseantes.

O bien dirigirse al Perigord, donde Rosalie, la cerda blanca amamantada por ubres preñadas de aceite de trufa, es capaz de desentrañar de los suelos el selecto confite del hongo negro.

Ese hongo que exhibirá, orgulloso, dentro de una sólida caja de madera, en su restaurante de París, en el hotel Plaza Athénée, y que amenazará con vender a precios astronómicos al incauto español, o yanqui, o japonés, que pise sus nunca bien ponderadas alfombras.

Pero he aquí que el sufrido gastrónomo, o intelectual gastrósofo, que atraído por las luces de la lectura se quería ver beneficiado por los dones de Rosalie, se encuentra con que le dan gato por liebre, o lo que es similar, trufa china -inodora e insípida- por la añorada melanosporum, que era la que había descubierto la cochina y nos habían exhibido momentos antes, en viático, por todo el comedor. Donde se supone que había aroma solo resta frustración, y en vez de sabor únicamente queda color, ya que este no se pierde aunque se modifique el origen o la denominación del brillante de la gastronomía, tal como lo definiera el ínclito Brillat-Savarin.

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Nos recuerda, sin átomo de diferencia, la picaresca que pensábamos española y es universal; aquella que sucedía -y sucede- en algunos afamados asadores castellanos, donde solicitado que fue el asado, nos muestran doradas piernas y jugosas paletillas, las cuales, una vez trasvasadas de las cazuelas al plato se han convertido -milagros de la trasmigración- en espinazos y costillares, no por sabrosos, menos alejados de lo que ilusionó nuestros espíritus: al igual que les sucede a las trufas del selecto y afamado Alain Ducasse.

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