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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

La anécdota como periodismo

En septiembre de 1949, César González-Ruano publicó un artículo en La Vanguardia en el que afirmaba que, tras haber pasado varios años en Roma, Berlín y París, se consideraba un "corresponsal en Madrid". Y añadió que le gustaba mucho informar del tiempo. "La cantidad de cosas que sugiera un tema aparentemente tan baladí y efímero, es infinita y con frecuencia da tan buenos como incalculables resultados", escribió.

El comentario tenía el cinismo característico de González-Ruano: en el Madrid triste y opresivo del franquismo las únicas noticias no controladas por el poder eran las meteorológicas. Pero también era una declaración de intenciones literarias y periodísticas: prefería los temas pequeños a los grandes. Insistió muchas veces en ello a lo largo de su carrera de poeta, novelista y periodista. En diciembre de 1951 señaló en Arriba que, en contra de lo que predicaban, y predican, los capataces del oficio, lo que le ocurre al periodista puede ser lo más interesante para el lector. "Así como en la novela lo local puede ser exactamente lo universal, en el artículo o en la crónica dificulto que exista nada más general que lo personal, nada más objetivo que lo subjetivo".

OBRA PERIODÍSTICA (1943-1965)

César González-Ruano

Edición y prólogo de Miguel Pardeza Pichardo

Fundación Cultural Mapfre Vida. Madrid, 2003.

Dos tomos 85 euros cada uno

Con una cuidada edición y un excelente prólogo de Miguel Pardaza Pichardo, nos llegan ahora los textos periodísticos que González-Ruano publicó entre 1943, el año de su regreso a España tras sus estancias en Roma, Berlín y París, y 1965, el de su muerte. Son cientos de crónicas, columnas, entrevistas y reportajes que demuestran que, pese a su gusto por la buena vida, fue un esclavo de la pluma. González-Ruano escribió a destajo y publicó en todos los diarios importantes de la época: La Vanguardia, Madrid, Arriba, El Alcázar, Informaciones, Pueblo y Abc. Lo hizo siempre con una prosa cuidada, ingeniosa, amena, inteligente, muy dotada para el impresionismo y el costumbrismo y capaz de cultivar todos los géneros. En la distancia brilla su capacidad para el retrato. Véase, por ejemplo, esta evocación de los hermanos Machado publicada, en 1955, en Arriba: "El cuerpo de don Antonio, mal sostenido en aquellas grandes botas desilusionadas, andaba encorvado, renqueante, con algo de caballo que van a llevar a la plaza de toros y que ya lleva recosida la barriga. Manolo, con sus zapatitos limpios, con sus patitas de bailaor, andaba con paso gracioso y aun quien le viera de espaldas imaginaba que llevaba en la boca el cigarro del que va a la plaza y sabe cómo se tienen que hacer las cosas. Pero el entrañable era Antonio, don Antonio, mientras que a Manolo se le buscaba para tomar una copa".

González-Ruano fue un dan-

di bohemio, un pícaro con clase y un derechista ilustrado. A España volvió en 1943 tras haber sido encarcelado en París por los nazis en un episodio vinculado con actividades de engaño e incluso delación de judíos. En cualquier caso, la España franquista no le gustó. Hasta el final de sus días, aquel derechista liberal y monárquico mantuvo una gran nostalgia de la Europa cosmopolita que había conocido y un profundo desdén por el paletismo del régimen. Pero se acomodó, como tantos otros, porque auguró que el franquismo sólo moriría con Franco y que, como ni comía, ni bebía, ni fumaba, ni fornicaba, el dictador tenía para largo. Entretanto, él pensaba seguir comiendo, bebiendo, fumando, fornicando... y publicando.

No se plegó, sin embargo, a la hagiografía y la propaganda que reclamaba el régimen de los periodistas. Su válvula de escape fue la anécdota. Como escribe Pardeza, se centró en "el disfrute de la bagatela, la búsqueda de lo lírico como cosmético para bruñir la actualidad y la certeza de que no había mensaje más universal que la propia subjetividad". González-Ruano no llegó a conocer el leve aperturismo de la ley de Prensa de Fraga, que, en 1966, abolió la tétrica ley de 1938, custodiada con tanto celo por Arias Salgado. Y así fue desgranando textos sobre asuntos supuestamente fútiles que han resistido muy bien al tiempo. "Lo que debería estar prohibido, pero que muy prohibido, es tirarse por una ventana sin mirar antes quién pasa por abajo", escribió en agosto de 1948 en La Vanguardia, comentando un suceso tragicómico. Cuatro meses después, en Arriba, sentenció que "la belleza de las cosas está, más que en ganarlas, en perderlas"; y precisó a continuación: "Hay que perder con buen humor".

Más tarde, a finales de los cincuenta, publicó en Pueblo artículos chispeantes sobre los relojes, las panoplias, los braseros, las macetas, las bolas de papel de plata o la televisión. Y en los sesenta lamentó en Abc que la piqueta fuera derribando uno tras otro los viejos palacios de Madrid o relató un almuerzo en una tasquita del barrio de Salamanca con Nicolás Guillén. Así hasta que, el 14 de diciembre de 1965, publicó esta reflexión en el diario monárquico: "Voy creyendo firmemente que todo reside en la costumbre. Y que, muchas veces, la muerte puede consistir en ir perdiendo la costumbre de vivir". Ése fue su testamento.

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