La rebelión de los individuos
En su cáustica Miseria de la filosofía declaraba Marx, siguiendo de mala gana el juego de Proudhon, que el XVIII había sido el siglo del individualismo. La afirmación es perfectamente coherente con el sentido de la divisa de la Revolución Francesa: al liberar a los hombres de toda servidumbre y de todo privilegio, aparecerían en su desnuda naturaleza de individuos iguales, obedientes a una misma ley, y ello les haría aptos para la fraternidad. El siglo siguiente se encargaría, sin embargo, de poner de manifiesto una ambigüedad latente en ese programa: la identificación de individualidad con igualdad, ¿no corre el peligro de eliminar del individuo aquello que justamente le hace individual, a saber, su diferencia? La contraposición llegó a ser tan aguda que pronto pareció dibujarse una brutal alternativa: o bien individualismo sin igualdad (propuesta romántica que Nietzsche llevaría a su máxima expresión) o bien igualdad sin individualidad (propuesta "socialista" sarcásticamente "realizada" en la URSS).
Individualidad o diferencia
Éste es, al menos, el análisis que de la cuestión hace el singular pensador Georg Simmel en los primeros años del siglo XX. Sintiéndose al mismo tiempo heredero de la Ilustración francesa y del Romanticismo alemán, presenta una reflexión encaminada a eliminar la necesidad de optar entre lo que -tomando prestados estos términos del debate feminista contemporáneo- podríamos llamar "individualismo de la igualdad" e "individualismo de la diferencia". Para ello haría falta, según Simmel, cuestionar dos dogmas de nuestra cultura: el de la confusión entre individualidad y subjetividad, reconociendo a lo individual su pertenencia a una clase particular de objetividad, y el de la identificación entre legalidad y universalidad. Para erosionar este último axioma se precisaría "superar" la oposición entre la "ley moral" y la vida. Simmel no pretende negar la distinción entre ser y deber ser, sino reparar en que este último no es una abstracción lógico-conceptual, sino una forma de vida. "Puesto que la vida sólo toma cuerpo en individuos, la norma moral sólo puede ser, según su concepto y principio interno, individual". Pero, entonces, el ethos no es una exigencia que constriñe a la vida desde fuera de ella, sino que surge de la vida misma y de su singularidad. Y de ahí la invitación a conciliar "el ideal ahistórico del siglo XVIII, con sus individuos iguales, equiparados en derechos y meramente unidos por una ley universal puramente racional, en una unidad superior con el individualismo del siglo XIX, cuyo gran logro histórico-cultural consistió en la diferencia entre particulares y en la existencia de personalidades regidas por su propia normativa y organizadas a través de la vida histórica". Quizá no sea meramente casual el hecho de que uno de los lugares en donde el nombre de Simmel estaba destinado a alcanzar una mayor influencia fuera una nación que se había constituido sobre un modelo que tiene muchas concomitancias con la síntesis recién evocada: Estados Unidos. El individualismo creador y romántico tenía que ser por fuerza la ideología moral nutricia de los pioneros cuyas energías se desplegaban en una tierra salvaje que ofrecía oportunidades inéditas a individuos dispuestos a organizarse de acuerdo con una ley nacida de su acción y de su esfuerzo. Pero si se pudiera aceptar que el siglo XVIII fue el del individualismo de la igualdad, y el XIX el del individualismo de la diferencia, en la década de los treinta del XX John Dewey levantaba el acta de defunción de este último precisamente en Estados Unidos, su última y acaso superior morada. "La tierra salvaje existe en el cine y en las novelas, y los hijos de los pioneros, que viven en entornos artificialmente construidos por máquinas, sólo disfrutan de la vida pionera a través del sucedáneo de la película". En la realidad, el siglo XX está dominado por las grandes organizaciones militares, políticas y sindicales características del Estado de bienestar y, sobre todo, por las "grandes corporaciones" económico-industriales y la homogeneización de las muchedumbres consumidoras. En estas condiciones, el individualismo romántico, que equiparaba el esfuerzo personal con la posición social (la encarnación de una "ley individual" como la soñada por Simmel), no solamente se hace viejo sino que, en palabras de Dewey, se reduce a una justificación para poner los recursos científicos y tecnológicos al servicio de la obtención de beneficios económicos privados y se convierte en el principal obstáculo para un "nuevo individualismo" que estuviese a la altura de los tiempos, es decir, que fuese capaz de conquistar esta "segunda naturaleza" organizativo-empresarial con el mismo espíritu de aventura con que el antiguo se enfrentó a la naturaleza indómita del Far West.
Nuevas fragilidades
Pero, así como "la ley individual" añorada por Simmel se "realizó" de una manera no prevista por él, el "corporativismo industrial" descrito por Dewey está desapareciendo, a principios del siglo XXI, de un modo que tampoco él podía imaginar. Ulrich y Elisabeth Beck nos presentan este "nuevo individualismo" como el resultado del complejo proceso de globalización que afecta al mundo desde hace varias décadas, y que está dando al traste con las principales estructuras de "integración" de los individuos en sistemas compartidos: la diversificación de las relaciones culturales impide un consenso trascendental de valores al viejo estilo, los intereses materiales comunes son incapaces de generar cohesión social, y la movilización de las identidades étnicas socava la conciencia nacional. "¿Qué es la OTAN sin su anticomunismo? ¿Qué es la economía del crecimiento y la sociedad de consumo desde que se conoce su destructividad ecológica? ¿Qué es el Estado de bienestar a la vista de la competencia global de la economía mundial y de la erosión del viejo modelo de relaciones laborales? ¿Qué es el Estado-nación inmerso en una red de dependencias económicas, ecológicas y de política de seguridad globales?". Puede que la "desbandada de los individuos", desprendidos de las instituciones que antaño garantizaban su articulación, sea una forma de "emancipación" de los moldes de la sociedad industrial comparable a su emancipación dieciochesca del dominio secular de la Iglesia, pero el caso es que, junto a nuevos deseos y oportunidades genera también nuevas formas de dolor y de pobreza para las cuales no nos faltan únicamente los remedios, sino incluso las palabras; y todo ello en un entorno en el cual es manifiesta la incapacidad de las organizaciones de la "primera modernidad" (como los partidos políticos) para generar movilización social y para dibujar una dirección resuelta de progreso. Un ejemplo recurrente, para los autores de La individualización, es la transformación de la familia: la modernidad la convirtió de la "comunidad de necesidades" que había venido siendo en una "comunidad de sentimientos", pero la conciencia de la discriminación femenina y las nuevas condiciones laborales han hecho de ella una asociación electiva de individuos que tiene la obligación cuasi-imposible de mantener en equilibrio un haz de intereses, riesgos, controles y proyectos vitales no siempre conciliables, lo que hace que sus vínculos estén mucho más expuestos que nunca a una ruptura en cualquier momento. Sin embargo, esta "fragilidad biográfica" se está generalizando: los riesgos sociales (fracasos matrimoniales, laborales, económicos o escolares, crisis de salud o de edad, etcétera) se individualizan hasta tal punto que los problemas sociales son experimentados como problemas individuales y la conciencia de culpa o de vergüenza por los reveses sustituye a la vieja "conciencia de clase"; ello explica, por una parte, el repliegue de los individuos hacia aquellas características identitarias más "naturales" (la raza, el color de la piel, el género, la elección sexual, la etnicidad o la incapacidad física, como formas específicas de organización) y, por otra, la extensión de las situaciones precarias (que incluyen ya no sólo el empleo o la pareja, sino también la profesión, la sexualidad y la ideología).
Cambio urgente
Las "biografías en la cuerda floja" que de este modo se producen no pueden ya aspirar al tipo de coherencia personal propia de la vieja sociedad industrial y, así como en el amor, el empleo o la economía doméstica se difumina la diferencia entre lo caótico y lo normal (hacia lo que Beck llama "el caos normal"), también se multiplican los casos de coexistencia de opciones incompatibles que se sostienen durante periodos breves: "Así, resulta posible defender causas aparentemente contradictorias como, por ejemplo, protestar junto con los residentes locales contra la contaminación acústica producida por el tráfico aéreo, pertenecer al sindicato de metalúrgicos y, sin embargo, enfrentado a una crisis económica rampante, votar conservador". Nos encontramos, de este modo, ante una sociedad en la cual se politizan crecientemente áreas que antes quedaban por debajo del umbral de lo reconocido como "político", y que por ello siente cada vez más como inoperantes e insoportables tanto el numerus clausus de los agentes colectivos legitimados para intervenir como su homogeneidad, una sociedad que amplía constantemente el espectro de lo privado y lo matiza con anhelos, esfuerzos, afanes y errores variados y asociados a estilos de vida heteróclitos, pero que no por ello deja de sentirse moderna en la medida en que sus exigencias políticas remiten a un principio tan inequívocamente liberal como el que define al individuo, y sólo a él, como fuente de legitimación democrática. Desde hace años, Beck viene insistiendo en la necesidad de un nuevo lenguaje para concebir adecuadamente este fenómeno. Pero ello es casi tanto como reconocer la urgencia de una ley común, que nace de este mismo estado de "desbandada", y que, en palabras de Dewey, es la condición "para la creación de un tipo de individuo cuyos esquemas de pensamiento y deseo estén marcados permanentemente por el consenso con los demás y para el cual la sociabilidad sea sinónimo de cooperación con todas las asociaciones humanas regulares".
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.