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¿Dónde empieza el civismo?

Hace algún tiempo que el Ayuntamiento de Barcelona reclama con más o menos eficacia unas nuevas actitudes cívicas, una buena educación colectiva, un respeto por el decoro urbano, reconociendo, por lo tanto, que en muchos de nuestros barrios no abundan esas cualidades. Estos barrios son, efectivamente, sucios, descuidados, envejecidos, atacados por grafitistas maleducados, con procesos de construcción incontrolados, ensuciados por las pésimas instalaciones de las compañías suministradoras y por las inmensas acumulaciones de basura doméstica y comercial. Lo alarmante es que esto no ocurre en todos los barrios, sino especialmente en los ocupados por los ciudadanos más pobres, por inmigrantes y por los sin techo locales, que suelen ser, además, los más frecuentados por el turismo multitudinario, una población bastante desvinculada del orden colectivo. Ciutat Vella es un ejemplo, y lo son también los centros de los antiguos barrios agregados.

Parece que el Ayuntamiento piensa corregir esta situación reclamando a los ciudadanos y a los turistas un mayor civismo, es decir, educándolos en términos teóricos para una correcta vida colectiva, una educación que no recibieron en las escuelas a las que asistieron en su juventud, cuando los principios de urbanidad no se consideraban prioritarios.

Un paso incuestionable, aunque con resultados lentos y a largo plazo, es corregir esos viejos defectos pedagógicos y lograr que las escuelas influyan en el futuro comportamiento cívico, no sólo de sus alumnos, sino de todo el ambiente familiar que les corresponde. Una escuela pública es un instrumento para mejorar todo un barrio, tal como se propusieron las escuelas municipales de la primera mitad del siglo pasado, dirigidas y potenciadas por insignes transformadores sociales bajo criterios políticos muy precisos. Aparte de esta reestructuración a fondo, no creo que el método de los discursos y las advertencias sea muy eficaz. De momento, no está dando resultados evidentes. El único método seguro es la actuación directa del Ayuntamiento y las demás administraciones responsables, imponiendo en sus propios ámbitos los mejores ejemplos de buena educación y corrigiendo rápidamente los abusos. Muchos problemas de inadecuación personal -la de los sin techo, los inmigrantes deslocalizados y las tribus urbanas propias y turísticas, el uso abusivo de los espacios públicos, etcétera- no se resolverán por sí solos ni con los discursos convencionales, sino con una profunda atención particularizada y con la oferta de adecuados auxilios que se imbriquen real y profundamente en las raíces de los desórdenes sociales.

Pero hay problemas concretos que se pueden solucionar -o atenuar- con acciones concretas que sean ejemplos de las propias administraciones. No se puede exigir que el ciudadano se comprometa al decoro urbano si ese decoro no se impone en la limpieza de las calles, en la lucha contra los grafitos, en la decencia física de los edificios oficiales, en la política de saneamientos de las viviendas obsoletas y depauperadas, en la prohibición de aglomeraciones inhumanas en casas destartaladas que se convierten en chabolas ignominiosas, en la reglamentación de unos usos temporales dignos y equitativos que sustituirían el sistema de los okupas, en la regulación fiscal de las viviendas desocupadas y abandonadas, en la exigencia de un mínimo decoro a las instalaciones comerciales, a los mercadillos, a la venta ambulante, a la publicidad abusiva, a las acumulaciones de ruidos insoportables.

Es evidente que en casi todos estos aspectos el Ayuntamiento ha hecho algunos esfuerzos y que la ciudad de hoy es incomparable con la de los años negros del franquismo. La operación Barcelona posa't guapa, la nueva actividad en la construcción y el mantenimiento de algunos -no todos- parques y jardines y, sobre todo, las grandes y las pequeñas actuaciones urbanísticas -el Raval, las áreas olímpicas, las reformas internas de los distritos, etcétera- aportan resultados positivos. Pero casi todos ellos marcan una tendencia no muy esperanzadora: ha tomado más importancia el arranque de la intervención que el esfuerzo para su adecuado mantenimiento como punto de apoyo de una política de nuevo civismo. No se puede generalizar porque hay excepciones muy meritorias, pero, a veces, parece que haya una interrupción ideológica entre los esfuerzos para transformar físicamente la ciudad y el empeño en hacer de esa transformación el contenedor de una nueva forma de vida y, en consecuencia, de un nuevo civismo. A menudo, la transformación física no garantiza su fundamental objetivo: enseñar a vivir mejor en términos sociales y políticos.

Los discursos éticos, por muy bien formulados que estén, no cambiarán las maneras de ser colectivas si no se acompañan con el ejemplo y la actuación radical del que los pronuncia, o si no vienen solidificados desde la enseñanza primaria e impuestos por unos núcleos sociales responsables y con autoridad. El ejemplo, la formación escolarizada y la autoridad sin quiebras tendrían que sustituir a los discursos demasiado abstractos y paternalistas, lo cual, naturalmente, es mucho más caro y exige unos programas más precisos, adaptados a la realidad tan cambiante e inesperada. Pero, a pesar de las dificultades, ésa es la política urbana que debemos exigir.

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Oriol Bohigases arquitecto.

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