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Tribuna:OPINIÓN | Apuntes
Tribuna
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El justiprecio de los servicios informáticos

"Hardware es lo que se puede romper. El software sólo se puede maldecir". Definición lapidaria donde las haya, que dista del mejor modelo de descripción y se inscribe en la expresión de un enfoque interesado o de una actitud visceral. La alusión al hardware recoge concisa y contundentemente el reconocimiento de valor intrínseco que se asigna a estos componentes informáticos.

La confusión es mayúscula al valorar la otra mitad de la tecnología informática, el software. Superados tiempos oscuros de permisividad de su uso ilícito, está siendo causa de un debate apasionado en cuanto a la naturaleza de su comercio. Hay opiniones favorables a la utilización del software gratuito, el que puede explotarse e incluso modificarse para utilizarlo directamente o negociar con él mediante su venta a otros. Pero también hay opiniones que proclaman su naturaleza de bien de producción y consumo. La disponibilidad del software puede obtenerse mediante varios formatos que, sintéticamente, son: adquisición, como bien cerrado, de los derechos de explotación; adquisición de los derechos de modificación para explotar variantes y adaptaciones y, finalmente, adquisición de la propiedad, imagen incluida. La adquisición de esos derechos puede estar sujeta al devengo de cantidades estipuladas o ser gratuita porque así lo determine el propietario legal.

A la pregunta de si hay que pagar o no por su uso, hay que contestar que debe hacerse lo que establezca la ley. Si la cuestión es promover la utilización del software de libre distribución, surge un largo rosario de cuestiones apasionantes debido a que el software ha adquirido naturaleza multifacial no lo bastante esclarecida como bien social, bien comercial y bien intelectual.

Debe tenerse presente que el uso de software puede provocar perjuicios tanto a los propios usuarios como a terceros. Las causas de esos daños pueden ser diversas, pero esencialmente lo serán por falta de corrección del código, manipulación inadecuada o de tipo accidental, entre las involuntarias. En cuanto a actuación malintencionada, el software puede proporcionar subterfugios impresionantes para causar daño por la vía de gérmenes informáticos y accesos ocultos que pueden permitir desde destruir información hasta conocerla indebidamente. Sea cual sea el daño, la protección de los derechos de usuarios y terceros debe quedar salvaguardada por la normativa que regule las condiciones de las transacciones.

La naturaleza del uso a que vaya destinado el software es determinante de los niveles de fiabilidad y responsabilidad exigibles a fin de que las expectativas no sean defraudadas. Es fácil percibir que corresponden niveles de garantía diferentes a: el manejo de datos personales, el uso en ámbitos restringidos, las actividades de recreo y lúdicas y las de tipo informativo, entre otras. El contexto de ejecución, por su parte, debe ser tenido muy en cuenta ya que la seguridad y la garantía de correcto funcionamiento de un sistema vendrán determinadas globalmente por los menores niveles de calidad que proporcionen las partes: ejecutar programas pirata en el mismo computador que se mantiene la contabilidad o la base de datos de clientes es una temeridad.

Las reglas de la libre competencia pueden verse comprometidas hasta el punto de que algunas empresas productoras de software con potencia suficiente podrían sentirse legitimadas para distribuir gratis aplicaciones similares a las de sus competidoras más pequeñas, para hacerlas desaparecer.

Como bien tecnológico es, seguramente, la faceta para la que las cosas están más claras aunque no por ello bien resueltas: cualquier profesional del ámbito tecnocientífico conoce y comprende el cometido del software en el acto informático. Software y hardware son dos tecnologías de fabricación de componentes a partir de los cuales se construyen los servicios informáticos. Un desarrollador de software, en la medida que los resultados de su actividad interesen a terceros, si no recibe contraprestación pecuniaria puede estar contribuyendo a impedir la creación de trabajo y negocio que serían beneficiosos para otros. No se podrá, por otra parte, conculcar el derecho del creador y propietario a determinar el valor de sus realizaciones y, llegado el caso, incluso que establezca la falta de valor de sus realizaciones. El propio colectivo profesional continúa sin dotarse de los instrumentos de control y de garantía de la calidad. Las cosas discurren de esa manera hasta el punto de que son bajísimos, en general, los niveles de exigencia que los clientes piden a las ingenierías informáticas, hecho que revela la existencia de un contexto de permisividad y resignación proclive a la reflexión, antes mencionada, de si tiene sentido pagar o no por utilizar software y a la cuestión subyacente de promover el uso del software de libre distribución.

Recientemente, desde los poderes ejecutivos de algunas administraciones públicas,como grandes consumidores de informática y clientes de la sociedad del conocimiento, se está planteando la promoción de la utilización de software gratuito, lo cual puede repercutir en la protección de los derechos de los usuarios, en la libre competencia, en el mercado de trabajo, en el derecho de la propiedad intelectual y, finalmente, en el progreso como esencia de la sociedad. Sea porque las administraciones públicas caigan en situaciones de clientelismo con empresas del sector, o porque opten por líneas de desarrollo sin garantía de evolución futura, en ambos casos hay riesgo de que las grandes multinacionales del sector acaben teniendo el control exclusivo por la vía de la hegemonía tecnológica, por lo que se hace necesario dotarse de un sistema regulador justo, equilibrado y eficaz.

Los poderes legislativos, para contribuir a poner orden en el desbarajuste que estamos presenciando, necesitan definir acertadamente cuál es el objeto a regular en la sociedad del conocimiento. Es imprescindible que el legislador aquilate sus nociones a la realidad presente y atine en la estimación de la realidad venidera para convenir que la sociedad del conocimiento, encuadrada en el modelo de prestación de servicios, requiere dotarse de normas inspiradas en la salvaguarda de los mismos. Urge determinar qué servicios son gravables y cuáles, si corresponde, deben catalogarse como bienes sociales sobre los que se garantice el derecho de uso más allá de la capacidad económica del usuario. Otro asunto será determinar el coste o la obligación de los poderes públicos de garantizar su disponibilidad.

El acierto del legislador debe proporcionar, por otro lado, el marco para que el más antiguo instrumento de solidaridad generalizada, la recaudación de impuestos, en este caso devengada por la producción informática, pueda utilizarse para sus fines de corrección de desequilibrio social y para proporcionar infraestructuras de interés general. Mientras que difícilmente podrá ser realizable un sistema impositivo justo basado en la producción de software, en cambio, los servicios de la sociedad del conocimiento se prestan a unas posibilidades de objetivación francamente racionales. Todo apunta a que es la faceta pecuniaria de los servicios informáticos, que no la del software, la esencia de la cuestión a dilucidar.

Juan M. García es catedrático del departamento de Tecnología Informática de la Universidad de Alicante

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