Machinando
La lengua es mucho más versátil que las instituciones. Los más execrables insultos son también radicales elogios, todo depende del tono y la circunstancia. Es más cruel llamar a alguien estúpido mirándole a los ojos que mentarle a la madre que lo parió de forma ilícita.
Es más sangrante tachar a un individuo de lila que de cabrito. Cuando se abraza efusivamente a alguien querido, es signo inequívoco de amor llamarle hijo de puta. El idioma es un arma de doble o triple filo, un canto a la libertad.
En este contexto, se puede afirmar sin rubor alguno que Antonio Machín era un corazón loco, por no decir palabras mayores, que alborotó las partes pudendas a un montón de generaciones y provocó miles de embarazos, millones de lágrimas e incontables referencias a Onán.
En fin, ese tipo de cosas que dan sentido a la existencia sin demasiados impuestos. Casi todas las personas nacidas en España en los años cuarenta son consecuencia directa de suspiros machinianos.
Está enterrado en Sevilla, pero ayer cumplió cien años don Antonio Machín, a quien algunos no dudan en calificar de santo. Todavía resuenan sus maracas en todo el centro de Madrid, en la calle de Jacometrezo, donde tenía su local de ensayo. Porque Machín, fue muy madrileño, aunque, como narraba ayer Mauricio Vicent desde La Habana, nació en Sagua la Grande (Cuba), de padre orensano y madre cubana. Su padre se apellidaba Lugo, pero él se decantó por el apellido materno para lanzarse a los escenarios. Los gallegos saben lo que se hacen, aunque no todos. Y si te quieres por el pico divertir, cómprate un cucuruchito de maní. En Madrid grabó su primer bolero: "Cuando silenciosa / la noche misteriosa / envuelve con su manto la ciudad / el eco de tu voz / escucho junto a mí / y siento que es mayor mi soledad" (Noche triste).
De todo lo cual se colige que Machín es eso que estás pensando, corazón loco (y ellas tampoco). Póngale usted una estatua, don Alberto.
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