¿Verdad o mentira?
La anomia es una expresión introducida en las ciencias sociales por Émile Durkheim nada menos que en 1893 y que expresa una situación de desregulación moral social. Evoca un vacío normativo, producido también por la contradicción entre las mismas normas o por la falta de reconocimiento de las reglas comunes que las personas se dan a sí mismas para convivir. La anomia es el caos moral.
Los expertos añaden que una situación de anomia -en la que todo vale- se aprecia principalmente en el aumento de conductas patológicas movidas por emociones descontroladas. Individuos desorientados e inseguros que confunden fines y medios, fantasía y ficción, placer y sufrimiento, verdad y mentira, son lo más característico de esta enfermedad social. La búsqueda de una seguridad enfermiza a través de policías en aviones, controles de tráfico, seguros, alarmas, cerrojos y toda esa panoplia con la que intentamos protegernos -de nuestras propias mentiras, de nuestro todo vale- muestra que la anomia es parte básica de nuestra forma de vida. La seguridad es, así, la única verdad. Durkheim, que era una persona acostumbrada a que decir blanco significaba blanco, no pudo ni imaginar lo que se preparaba. En su época, la verdad era algo que tenía un sentido y la mentira, por el contrario, se veía como un artilugio propio de seres muy alterados. (Léase, como ejemplo, Nixon, de Anthony Summers en Península). Entonces se decía a los niños: "Parece mentira, ¡pero es verdad!", ahora sucede todo lo contrario.
Hoy, verdad y mentira se confunden con toda tranquilidad, conforman nuestro entorno, en medio de total indiferencia. El caso más flagrante -que un amigo me ha hecho notar hace poco- es el famoso pavo de plástico con el que el presidente Bush se fotografió en Irak. Fue una trampa tonta que todos reímos: una gracia. ¡Qué tipo ingenioso, el mentiroso! Me produjo hilaridad la carta que el ministro Zaplana me escribió hace unos días -en tanto que trabajadora autónoma- para explicarme las grandes ventajas que para mí ha promovido el Gobierno sin explicarme, ni una vez, que esas ventajas las voy a pagar yo y no él, que es lo que daba a entender. Pero yo tiré la carta a la basura, sin dar siquiera un rebuzno.
Tampoco nadie ha dicho nada de ese oportuno milagro descubierto -a tiempo para reclamar derechos europeos- por el censo de 2003, según el cual los españoles ¡ya somos 42,6 millones de personas! Gran sorpresa cuando, tras el fiasco que se llevó Carlos Solchaga en la década de 1980 -se le perdieron nada menos que un millón de españoles-, todos pensábamos que apenas rozábamos los 40 millones. Si hay que creer al último censo, en un año hemos crecido en 800.000 habitantes, cosa que, después, hemos podido comprobar que no concuerda con los datos de la inmigración. Pero ¿quién es el guapo que va y cuenta a los españoles uno a uno?
Si esas cosas elementales se convierten en una cuestión de fe es que mentira y verdad -síntoma claro de anomia- conforman un magma bien trabado. Así, cuando todos sabemos que la situación económica depende, en gran medida, de las condiciones internacionales y europeas, no es raro celebrar que el vicepresidente Rato diga, tan pancho, que la bonanza económica -ese es su sentido del humor- continuará a "condición de que el PP gane las elecciones" ya que si lo hiciera el PSOE todo serían desgracias. Ja, ja. Je, je. Cosas así se escuchan cada día.
Como algún lector me ha reprochado que silencie esta continuada confusión entre verdad y mentira como modus vivendi he querido aportar mi escéptica opinión. Pienso desde hace tiempo que vivimos en un permanente malentendido en el que las palabras son guiños contradictorios y el juego de los disparates nos divierte. Es una perversión tan honda que he querido buscar su raíz en un clásico: la anomia, y su antídoto en otro clásico: el humor.
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