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Columna
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Aparatos

"EN UN tiempo en el que las cosas, cuya melancólica vida latente fue subrayada por el poeta latino, son tan ampliamente asociadas por la descripción literaria moderna a la Historia de la Humanidad, ¿por qué no escribir las memorias de las cosas, en medio de las cuales se desarrolla la existencia humana?". Esta pregunta se la hacía Edmond de Goncourt en el prefacio de su obra, La casa de un artista, publicada en París en 1881 y ahora rescatada en una edición facsímile en Francia. Se trata de un libro ciertamente original, en el que su autor describe, con primoroso detalle, no sólo su propia casa, desde la fachada hasta el jardín trasero, sin olvidarse de ninguna de las estancias, sino, sobre todo, los mil objetos artísticos, libros, documentos y otras curiosidades, que fue coleccionando, junto con su hermano Jules, fallecido en 1871, durante medio siglo. Teniendo en cuenta el formidable valor de lo acopiado por estos dos grandes escritores, dotados de una sagaz y aguda sensibilidad para el arte, un simple inventario del contenido de sus colecciones ya hubiera suscitado un merecido interés, pero Edmond de Goncourt rescata el trasfondo vital de cada cosa descrita, brindándonos el pálpito de su memoria, que se entremezcla con la renovada pasión de quien la hizo suya.

En el preámbulo de esta misma obra, Edmond de Goncourt señala el profundo cambio que se produjo, durante el siglo XIX, en la forma de habitar las casas por parte de la atareada burguesía, que convirtió la intimidad hogareña en un refugio encantado al resguardo de la bulliciosa urbe pública. A partir de la Revolución de 1830, este culto por el "Interior", donde el menesteroso profesional se retira para soñar, se puebla de fantasías y objetos, donde deposita las más queridas huellas de su personalidad. "El coleccionista", escribió Walter Benjamin a este respecto, "es el verdadero inquilino del interior. Hace asunto suyo transfigurar las cosas. Le cae en suerte la tarea de Sísifo de quitarle a las cosas, poseyéndolas, su carácter de mercancía (...) el interior no es sólo el universo del hombre privado, sino también es su estuche. Habitar es dejar huellas. El interior las acentúa".

Transcurrido casi un siglo y cuarto desde la publicación de La casa de un artista, basta con echar una ojeada a cualquier hogar actual para percatarse de cómo la capacidad de ensoñación del ciudadano ha dejado de impregnar con su intimidad las cosas en favor de los aparatos, que le programan una intangible existencia vicaria. A diferencia de los objetos, que le transportaban al pasado y acumulaban las huellas de la identidad de sus sucesivos poseedores, el efímero destino de los aparatos es su constante renovación técnica, no relatando más historia que la despersonalizada de la invención mecánica y de las consignas comerciales e ideológicas del emisor exterior. Nuestro interior está ya poblado sólo por aparatos funcionales y de entretenimiento, donde cabe todo menos el arte, que es hoy un asunto que pertenece también a las instituciones, que tutelan nuestros sueños.

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