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Columna
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El interior

En la localidad sevillana de Camas se ha confeccionado el que el Libro Guinness de los Récords reconoce como mayor roscón de reyes del mundo. Tamaño avance de la humanidad, y además ahí, a dos tiros de piedra de mi casa, me ha llenado de satisfacción y de orgullo, pero el júbilo no ha tardado en verse nublado por algunas incógnitas que ensombrecían el triunfo: primera y principal, ¿estará el roscón relleno, como la tradición manda? ¿No se habrá echado atrás el pastelero ante el ingente alud de nata que le sería necesario? Y luego y sobre todo, ¿llevará el roscón incluida dentro de la masa la obligatoria sorpresa? Teniendo en cuenta el tamaño global del pastel, del que una exacta fotografía daba testimonio en el periódico, y teniendo en cuenta que la circunferencia del mismo poseía capacidad para cubrir muy artísticamente uno de esos cráteres que horadan las llanuras de Marte según el robot Spirit, me dije a mí mismo que, para guardar las proporciones, la sorpresa debía poseer la envergadura de, por lo menos, un ser humano adulto: un maniquí, un cochino bien cebado, un sarcófago, un traje de astronauta, la de cosas que se podrían ocultar entre la miga en vez de la quincalla barata a que nos tienen acostumbrados las confiterías. En otro orden de cosas, acabé recordando un roscón de reyes jugoso e hinchado que un año, siendo niños, devoramos mi hermano y yo: íbamos cercándolo por ambos lados con el cuchillo y el tenedor, cubriéndonos la boca con un crespón blanco, explorando hasta el último centímetro cúbico de pan en busca de la sorpresa prometida. Pero al final, después de muchas horas de competición, nuestros tenedores chocaron uno contra el otro y nos miramos con los ojos atónitos y el estómago atascado, como la poza de casa cuando la biología de la familia se había mostrado más activa de lo corriente. Allí no había sorpresa ni nada que se le pareciera. Aún me recupero del golpe: fue mi manera de saber que también existen hombres inclinados al mal, que procuran gratuitamente la desdicha de sus vecinos, que venden como roscones de reyes lo que sólo es un trozo de masa al horno rebanado por la mitad y untado con nata.

A mí me da, sin ánimo de ofender, que en realidad el roscón de Camas no llevaba regalo, lo que, en buena lógica, lo descalifica como roscón de reyes. Uno tiene la sospecha de que los dirigentes del proyecto han pretendido simplemente impresionar a la prensa y al mundo todo, sin cuidar los minúsculos detalles que habrían convertido a aquel pastel en un roscón de verdad, un buen roscón de categoría. Es lo que pasa con esta peste del Libro Guinness: sólo se recompensan los números, lo que importa es ser el más alto o el más rápido, tener el brazo más largo o llegar antes a la cantidad de quinientos veinticuatro. Para los técnicos de ese siniestro anuario, el mundo se compone de cifras, topes, medidas, fronteras que el espíritu humano debe preocuparse de rebasar para avanzar otro pasito más en esta ímproba carrera de la evolución. Pero, como ya sabía Pascal, esprit de géometrie y esprit de finesse no coinciden y existen asuntos que la aritmética no puede dirimir: ni un individuo es mejor que otro por ser capaz de introducirse un centenar de macarrones sin cocer en la boca y quedarse tan tranquilo, ni el mejor roscón es siempre el más grande. El interior también importa.

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