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VISTO / OÍDO
Columna
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Programas

El demócrata elector sabe que el programa que ofrece en la campaña no ha de tener relación con lo que hará si gobierna o con lo que criticará si se queda en el infierno de la oposición. Algunos hemos renunciado a la condición de electores porque no consideramos que la democracia sea lo suficientemente real como participar sin que le engañen, le equivoquen o hasta le traicionen a uno: la abstención es a veces una posición política seria y dura. Sobre todo por los programas circunstanciales. Siempre han dependido de circunstancias: algo está pasando en la historia de azogue como para pretender cambiarla. Pero los partidos tenían sus programas permanentes: ya, no. Tenían ideologías hasta que se decretó que no había que tenerlas, por parte de unos filósofos también circunstanciales. Fue una estafa. En España la formuló Gonzalo Fernández de la Mora, como es lógico: era ministro de Franco, que despreció siempre las ideas y acabó con sus portadores. En el imperio tuvieron luego esas frases con que nos quisieron aniquilar, el "pensamiento único" o "el fin de la historia".

El caso es que son ideologías en sí y tratan de acabar con las demás. En parte lo han conseguido. Quedan a veces rastros en los nombres, como en el partido socialista, que de ninguna manera va a socializar. Todo el edificio que construyó el teórico Marx, todo lo que imaginaron los llamados "utópicos", toda la larga y valiosísima aportación de la Enciclopedia se ha ido quedando fuera de servicio o, por lo menos adormecidos, para reivindicar la vaguedad de la izquierda, que se distingue de la derecha porque ésta se ha hecho extremista dentro del Parlamento. Esta política democrática ha ido terminando en el juego de dos, sobre todo en la simplificadora España, la de Ortega o Unamuno, la de Belmonte y Joselito, la de Bardem o Berlanga: la que ya se adormiló con los partidos turnantes.

Los demócratas elegibles disimulan ahora sus identidades con lo circunstancial. Dentro de unos límites. Claro que ninguna va a decir que va a salirse del imperio: de la guerra, de la economía, o simplemente del cine, de la música y del idioma del imperio, de la comida o del estilo de amar. El tono imperial está dentro de nosotros y el primero en adoptarlo fue Franco, que en el fondo era un politiquillo capaz de adoptar todas las formas posibles para sobrevivir, después de haber conseguido con gran éxito que sobrevivieran los demás; y con tal acierto, que sobrevivió. Y sobrevive: decretó el fin de las ideologías -y el de las ideas- y lo ha conseguido.

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