Rebajas
¡Ya llegaron las rebajas! Colas de compradores que se apretujan a la puerta de los comercios el 7 de enero por la mañana, peleas épicas por una misma prenda de la que tiran dos clientes, la tarjeta echando humo, los dependientes al borde de la histeria, saldos, gangas, chollos, el acabóse. ¿Una característica de nuestro tiempo? Desde luego, en el siglo XIX no había rebajas ni en los mercados de la Edad Media ni en el antiguo Egipto. O sea que las rebajas son algo más, me temo. Porque no sólo afectan al mundo del comercio. Se dan en la vida personal y en la social, en la economía, en el mundo laboral, en la política, en todo.
Vamos que lo que sucede es que el nuestro es un tiempo de rebajas. Advierten las asociaciones de consumidores que los artículos rebajados sólo pueden alterar a la baja su precio, nunca su calidad ni los derechos del comprador. Lo cual está muy bien, aunque sabemos que no se cumple casi nunca.
Por supuesto que no te dejan devolver lo que adquiriste en rebajas. Y, además, no es infrecuente que te vendan auténticas porquerías que se merecen exactamente el precio que cuestan. En el comercio y durante el mes de enero la cosa no es grave. Si no quieres ir a las rebajas, nadie te obliga. Lo malo es que las otras rebajas, las no comerciales, resultan inescapables y no sólo en enero.
La vida personal está rebajada. Nunca el ser humano se sintió tan solo. Hemos aflojado los lazos familiares pasando de la familia amplia, más o menos tribal, a la pareja estricta con sus retoños, luego al hogar unifamiliar. Pero ello no se ha traducido en un enriquecimiento de nuestro yo, en una mayor capacidad de reflexión. Al contrario, el tiempo que habríamos podido ganar para nosotros mismos se consume vanamente ante la pantalla parpadeante en noches de navegación interminable. La vida social es un calco de lo anterior. Ya no se habla, se bebe convulsivamente mientras un estruendo ensordecedor nos envuelve en botellones y trasnoches varios. Todo se liquida a bajo precio: los vecinos son ahora pálidos fantasmas del ascensor cuyo nombre y circunstancias vitales ignoramos, los amigos son simples compañeros, la pareja sentimental es poco más que una distracción.
Ya no hay sino prendas de usar y tirar. Se acabó aquella rebeca tejida por nuestra madre que cuidábamos primorosamente, aquellos zapatos que hicimos durar doce años, la vajilla de cuando se inauguró la casa. Hay que desprenderse de los objetos, apenas gastados, para poder comprar otros nuevos. La lógica de las rebajas exige que la calidad de los productos sea menor para que duren poco. La economía y el mercado de trabajo han obrado en consecuencia. Se contrata a un joven y se tira a la basura a los seis meses, como mucho al año. No se aceptan empleados mayores de cincuenta, de cuarenta, de treinta años. ¿Para qué los queremos? Hay que consumir deprisa, hay que sustituir aceleradamente unos productos por otros. Al fin y al cabo son de calidad mediocre. Como la capacitación que se ha dado a las personas, por cierto. No es culpa de los profesores y ni siquiera de éste o aquél plan de estudios. El sistema, implacablemente, necesita que estén mal preparados para poderlos reemplazar por el próximo jovencito bisoño y ambicioso con un master recién estrenado. Sólo que él o ella no saben que serán devorados en poco tiempo igual que su predecesor.
Tampoco la economía se salva de la fiebre de las rebajas. Un buen día suben hasta las nubes las acciones tecnológicas, al siguiente, se derrumban con estrépito. Y las eléctricas y las compañías aéreas y hasta los bancos. Pero lo peor es que se están liquidando países enteros: los de África, por supuesto, y los de Oriente Medio y los del Sudeste asiático y los de América del Sur (o, entre nosotros, provincias y comarcas: ¿existe Teruel?; ¿existen los Serranos?).
Curiosamente, el colonialismo antiguo era, dentro de su desvergüenza, menos pernicioso. Cuando levantó el vuelo, quedaron algunas infraestructuras, unas pocas élites formadas y la gente, más o menos, comía. Ahora no, ahora lo que sobra se salda o se tira. La política, que es un reflejo directo de la economía (y no hay que ser marxista para estar convencido de ello) es el reino del saldo.
Las tiendas especializadas de toda la vida nunca hacen rebajas: no las hay en la bodega ni en el horno ni en la filatelia ni en la tienda de pinturas. ¿Cómo podrían engañar a un cliente que sabe muy bien lo que quiere porque no se ha desplazado para comprar a secas, sino porque necesita tal y tal cosa? Las rebajas son propias de los grandes almacenes, del mundo confuso y abigarrado de la acumulación de productos que marean. Y así son ahora los partidos políticos, un repertorio de ofertas inverosímiles y a menudo contradictorias. Todos ofrecen (casi) lo mismo y de todos desconfiamos (de unos más que de otros). Lo sorprendente es que en algunos países como el nuestro todavía existe un sistema de listas cerradas. Si me puedo comprar las deportivas en un gran almacén y el chándal en el de enfrente, ¿por qué no me dejan elegir a este señor del partido colorado que ofrece A y a ese otro del partido azul que me ha prometido B? No será por el afecto (léase ideología) que su partido me inspira: en este mundo de las rebajas ya no existe la fidelidad comercial, sólo prima el interés del comprador y la propaganda del vendedor.
Esta omnipresencia de las rebajas, para funcionar bien, necesita pasar desapercibida. Si nos dijeran que la prenda que vale cuarenta (y que tiene un setenta tachado en la etiqueta) se hizo de mala calidad precisamente para que pudiera tener ese precio, no la compraríamos. Si el joven que entra con ilusión en una empresa dispuesto a batirse el cobre supiera que lo van a echar en cuanto termine el contrato basura, no daría pique. Ni siquiera hace falta explicitarlo: si el precio es demasiado bueno para ser verdad, si las posibilidades de promoción personal resultan inverosímiles, el cliente o el empleado desconfiarían. La transparencia es el peor enemigo de las rebajas. Por eso, contra lo que pueda parecer, resultan tan impredecibles las próximas elecciones generales en España. Es que estamos en rebajas y los electores, por ingenuos y bienintencionados que sean, no pueden evitar trasladar su desconfianza comercial a la desconfianza política. ¿De verdad se está rompiendo España?: no me venga con historias, que si esta prenda es de terciopelo, yo soy obispo. ¿Seguro que hacen falta diecisiete tribunales autonómicos, diecisiete policías, diecisiete lenguas regionales?: a otro perro con ese hueso que luego, si no funcionan, seguro que no me devolverán el dinero. La imagen de los políticos que se han lanzado, con dos meses de antelación, a repetir la misma consigna tontorrona en todos los medios de comunicación, me recuerda a los carteles que atiborran los escaparates anunciando suculentos descuentos. Con el agravante de que, mientras los ciudadanos acuden entusiasmados a las rebajas de los almacenes, no conozco a ninguno que espere enfervorizado la apertura de su colegio electoral. Así que, si tuvieran un poco de sentido común (ni siquiera se les pide vergüenza), nuestros políticos se dedicarían a dejarse de rebajas y a decir, por una vez, la verdad. Si todavía pueden, si todavía saben.
Ángel López García-Molins es catedrático de Teoría de los Lenguajes de la Universidad de Valencia. (lopez@uv.es)
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