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Columna
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Una vida en cola

El futuro maravilloso que todos esperábamos ya está aquí. Se ha hecho realidad en una eterna cola -una cola de órdago expresa la grandiosidad de la ocasión, del momento y de la vida- como seña de identidad colectiva. Una cola, que nadie se equivoque, es ese lugar donde uno comprueba pacientemente que está haciendo lo que debe: es decir, hacer lo que una gran mayoría confirma. Así, estar en la cola es la misma expresión del triunfo social y, al tiempo, la garantía de que se está -nunca mejor dicho- en el camino correcto de casi todo. Las colas muestran el portentoso grado de moralidad social, de disciplina voluntaria, de civismo -¿quién va a negarlo?- militante contemporáneo.

Hoy hemos aprendido que vivir en cola perpetua es lo mejor que nos puede ocurrir. Una cola arropa como un gran edredón calentito, protege e infunde ánimos imprescindibles para alcanzar las mayores expectativas. Una cola es la materialización un sueño: en una cola todos esperan algo fabuloso y, así, el mismo hecho de hacer cola parece la antesala del paraíso. El placer consiste en hacer cola y mostrar la impenitente voluntad de seguir haciendo cola por los siglos de los siglos. Tan grande es el premio que la cola misma ya es parte sustancial del trofeo.

Queda muy lejos aquella visión antigua, peyorativa y sarcástica que se reía de las colas con un malévolo dicho -¿dónde va Vicente?... donde va la gente- para referirse al aborregamiento de las masas. Eso sucedía en tiempos elitistas y miopes en los que se creía que los individuos debían tener criterio propio. Hoy las colas son procesiones laicas: gente que comparte deseos y busca confortarse en el espejo ajeno. Las colas sirven para que los demás nos devuelvan nuestra imagen: ése soy yo. Son, por tanto, lugares de relaciones públicas: una situación en la que se está para ver, ser visto y afirmarse tanto en el sacrificio expectante como en el glamour del reconocimiento. Al fin, las colas son una experiencia digna de ser relatada a las amistades en términos tan enfáticos como en el Siglo de Oro se describían los banquetes.

He aquí estas fotos extraordinarias de lugares como Baqueira Beret. ¡Qué magnificencia atesoran sus colas!, ¡qué espectáculo noticioso las toneladas de clones vestidos con anorak y gafas de camuflaje igual que los famosos de las revistas de colorines!, ¡qué esplendor en la nieve el de la masa de humanos hormiga dispuestos a gozar del placer de bajar, con mayor o menor fortuna, pero siempre en cola, sobre unos esquís! Hay que pensar que toda esa gente ha llegado hasta la nieve haciendo interminables colas en carreteras atestadas, cola en las gasolineras para repostar, cola en las tiendas para hacerse con el anorak y las gafas, cola para obtener un lugar en el apartamento, cola en la red de móviles para explicar las colas y anticipar la posterior grandiosidad de la cola ante el telesilla, la entrada al aparcamiento, el chiringuito del bocadillo o el retorno a un hogar en el que el máximo placer será contemplar por la televisión la propia magnitud de las colas. ¡Yo estaba allí! ¡Por fin! Cuanto mayor es una cola más gratificado resultará el propio ego.

La cola expresa nuestra cultura contemporánea. Hace tiempo que nos preparamos a conciencia para ello. ¿No existe en el tráfico barcelonés esa tendencia a preferir, aunque haya otras opciones, el lugar donde se insinúa cualquier cola? Ello se debe, claro está, a la previsión de que lo que no es cola está prohibido: es así como se aprende el confort moral y cívico de la cola. Tras largo entrenamiento, lo normal es que las colas sean lugares predilectos ¡y seguros! Si no fuera así, nadie iría a esquiar o por carretera un fin de semana o al fútbol... Si no fuera así, pocos trabajarían para pagar el dispendio de vivir en cola. Por supuesto, nos sobra tiempo. ¡Vivan las colas!

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