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Columna
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La hora de la verdad

Despejada la fecha de la celebración de las elecciones y resuelto el secreto a voces de la coincidencia de las autonómicas con las generales ha quedado abierta la competición electoral propiamente dicha. Aunque sea verdad, que en el sistema político de todos los países democráticos se han ido difuminando los límites que separan en una legislatura el momento de la campaña electoral del resto del tiempo en el que no hay convocadas elecciones de manera formal, no lo es menos que el momento de la campaña electoral sigue presentando unas especificidades que lo diferencian de manera inequívoca de todos los demás momentos políticos que componen la vida del sistema. La competición electoral no deja de estar presente en ningún momento de la legislatura. Los partidos están haciendo campaña electoral de manera casi permanente y están pendientes de la respuesta que tiene su acción de gobierno u oposición en el cuerpo electoral, rastreada periódicamente por las encuestas que se publican en los medios de comunicación. Todo el mundo sabe que unas elecciones no se ganan exclusivamente en la campaña electoral, sino que se ganan a lo largo de toda la legislatura y que si no se llega a la campaña electoral en condiciones de poder ganarlas, no se pueden ganar. Todo esto se sabe, pero a pesar de ello el momento de la campaña electoral es un momento singular, distinto por su intensidad democrática de todos los demás. El momento electoral es la hora de la verdad de todo sistema político democrático. Es el momento en el que se hace visible la titularidad de la soberanía, de la fundamentación popular del poder. En campaña electoral todos los agentes políticos tienen que recordar obligatoriamente que sin la legitimación democrática que le proporcionan los ciudadanos no son nada y, a la inversa, es el momento en el que los ciudadanos mediante el ejercicio del derecho de sufragio toman conciencia de que es en ellos en los que descansa el poder del Estado.

Resulta llamativo que un partido que pretenda ser de gobierno no haya hecho visibles sus candidaturas

Ello obliga a los partidos a someterse a una operación muy dolorosa, la de ajustar cuentas consigo mismo en la elaboración de las listas con las que se van a presentar ante los ciudadanos para pedirles su voto. Aunque no fuera nada más que por esto, ya el momento de la campaña electoral se diferenciaría de todos los demás momentos de la vida del sistema político. Antes de la competición interpartidaria, que será resuelta por los ciudadanos el día de las elecciones, cada partido tiene que resolver la competición intrapartidaria en la elaboración de las listas, que tiene que ser resuelta en la forma en que esté prevista en los estatutos de cada partido.

La competición por el poder no empieza con el enfrentamiento entre los partidos, sino que empieza con el enfrentamiento interno. La lucha por ocupar una posición de poder en el interior del partido, que está, por lo general, íntimamente vinculada a ocupar un lugar en las listas que permitan ocupar un cargo representativo en cualquiera de los niveles de gobierno, central, autonómico o municipal, no es menos intensa que la que se va a librar a continuación con los candidatos de los demás partidos.

Existe una conexión entre ambas. El enfrentamiento interno es el entrenamiento que permite estar en forma para disputar el partido. Cualquier aficionado al fútbol sabe que un equipo vale lo que entrena. El día del partido no se pueden hacer milagros. O se llega con la preparación adecuada, o no hay nada que hacer. En la competición política no es distinto. Un partido político tiene que entrenarse para poder competir con garantías. Y el entrenamiento tiene que hacerse en el interior de partido, a veces a la vista del público y a veces a puerta cerrada. Pero tiene que hacerse. Y al final, viene la lista de convocados y la de los descartes.

Esa operación es muy dolorosa, pero es donde un partido en buena medida se la juega. Si no consigue resolver esa operación sin poner en cuestión sus equilibrios internos y dando imagen de solvencia, verá extraordinariamente reducidas sus posibilidades de competir con éxito en la campaña electoral.

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Es una operación que, además, un partido político no debe dejar sin cerrar con una antelación razonable antes de que se dé el pistoletazo de salida de la campaña con el decreto de disolución del Parlamento. Las nuevas incorporaciones y los descartes tienen que ser aceptados por el conjunto de la organización y tienen que ser convenientemente ofertados en el mercado electoral. El tiempo en política siempre es importante, pero en año electoral todavía más.

El PSOE parece haberlo entendido bien en esta ocasión y ha cerrado sus listas electorales con una antelación suficiente y, por lo que indican los porcentajes de apoyo en las distintas provincias, sin costes excesivos. No ocurre lo mismo con el PP, que todavía no ha hecho públicas sus candidaturas para la doble convocatoria electoral del 14-M. Aunque dada la "cultura política popular", en la que se aceptan con normalidad que las decisiones se impongan desde la cúspide del partido sin grandes resistencias, tal vez este retraso no sea tan importante. En todo caso, resulta llamativo que un partido que pretenda ser el partido de gobierno en Andalucía en la próxima legislatura no haya hecho visible ante los ciudadanos los rostros de su futura mayoría parlamentaria y de su futuro equipo de gobierno. Antes de llegar el PP al Gobierno en 1996, se conocían los rostros de la nueva mayoría: Rato, Álvarez Cascos, Rajoy, Trillo, Loyola de Palacio, Rudi, Ollero, etcétera. Los ciudadanos tienen que ver una mayoría parlamentaria y un gobierno antes de depositar el voto en las urnas. No da la impresión de que el PP en Andalucía sea consciente de ello. Y la hora de la verdad está a la vuelta de la esquina.

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