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Columna
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Desiguales ante la ley

-Nadie se acuerda de Josep Borrell, en esta hora de convulsiones programáticas del PSOE y de renovación de su cartel electoral que va a llevar al antiguo dirigente al ostracismo político definitivo. Sin embargo, hace menos de cinco años Borrell era el candidato de su partido a La Moncloa, antes de dimitir de la encomienda a causa de la sinvergonzonería de dos tipos, José María Huguet y Ernest de Aguiar, a quienes ingenuamente confió la Agencia Tributaria de Barcelona.

¿Cómo hubiese sido el PSOE dirigido por Borrell? Distinto, sin duda, al de Rodríguez Zapatero o al de cualquier otro. También lo ha sido el rejuvenecido PP de José María Aznar respecto al de su tronante fundador, Manuel Fraga -quien aún hoy día hace alusiones a la utilización política del ejército-, o al del efímero y alocado Hernández Mancha.

Esta rememoración viene a cuento del actual programa electoral del partido socialista que -entre otras modificaciones copernicanas como la de elevar a 17 el número de las agencias tributarias-, propone que la última instancia judicial sean los tribunales autonómicos. O sea: la desigualdad fiscal y la diferenciación jurídica.

No entro al detalle en tales propuestas. Ni éste es el espacio para ello ni yo la persona más adecuada para hacerlo. Baste ahora un detalle personal para la reflexión. Por avatares biográficos y profesionales, me vi obligado a tributar en el régimen fiscal general español para hacerlo luego en el País Vasco y, más recientemente, en la Comunidad Valenciana. Pues bien: tal es la opacidad tributaria entre Euskadi y el resto de España que mi época impositiva en el País Vasco es impenetrable para los ordenadores de la Hacienda Pública del Estado, que sólo pueden acceder al período anterior a aquélla. La incomunicación entre las dos administraciones, producto del recelo mutuo, la conocen bien algunos hábiles empresarios que fragmentan su actividad entre Euskadi y sus provincias limítrofes para beneficiarse de esa desigualdad fiscal.

Pero hablaba de Borrell. Cuando éste empezaba a ser conocido en la esfera pública como secretario de Estado de Hacienda, tuvo un rifirrafe televisivo con el constructor catalán ya desaparecido Josep Maria Figueres. Éste le espetó: "Sus planteamientos son muy radicales, aunque no quiero decir con ello que usted sea un rojo". "Puede decirlo tranquilamente -le replicó, rápido, Borrell", porque sí soy un rojo". En otra ocasión, ya en su camino abortado hacia La Moncloa, afirmó: "Yo soy jacobino". O sea, centralista, para simplificar.

Rojo y jacobino, como Saint-Just, Danton, Marat,... aquellos protagonistas de la revolución francesa, obsesionados en la generalización de derechos para los individuos y en la abolición de los privilegios estamentales, territoriales y gremiales. Los conceptos progresistas de una ley única y de la igualdad de los ciudadanos ante esa ley los codificó más tarde Napoleón en un ordenamiento jurídico general y llegaron a España en nuestra primera Constitución, de 1812. Otra reforma necesaria para la modernización económica del país aún hubo de esperar medio siglo, hasta que Isabel II puso fin a la profusa proliferación de mediciones agrarias -vara, palmo, ochava, celemín, arroba, cuarterón,...- que incluso diferían dentro de una misma parroquia.

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El camino hacia la modernidad y hacia la igualdad jurídica pasa, pues, por la generalización y equiparación de derechos -tarea, por ejemplo, en la que anda metida hoy día la Unión Europea-, más que en la discriminación y la diferenciación. Aquí hemos seguido un camino de descentralización jurídica y administrativa, seguramente necesaria, mientras que otros países surgidos de la federación de entidades políticas diversas -Estados Unidos sería un caso emblemático- van desde la diferenciación hacia la homogeneización, sin creer que por ello atropellan derechos históricos. Por ejemplo, el Estado mormón de Utah se vio obligado ya en el lejano 1890 a abolir por primera vez la poligamia admitida y profusamente ejercida por los seguidores del profeta Joseph Smith. Salvo los afectados, nadie consideró semejante medida como una oprobiosa imposición.

Éstos y otros son ejemplos extremos, claro está. Pero, ¿cuál es ese delicado punto de inflexión en que el derecho a la diferenciación se convierte en el privilegio de la desigualdad?

El debate, entre nosotros, no ha hecho más que comenzar. Y lo ha hecho de manera bien poco intelectual, por cierto: por la vía de la imposición, en el Plan Ibarretxe; por la de la sumisión, en el caso de Pasqual Maragall respecto a Carod Rovira, y por la de la desesperada búsqueda de diferenciación política, en el programa socialista. ¿Qué pensaría, qué piensa, de todo esto gente como Josep Borrell? Seguro que acabaremos oyéndola.

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