Escaparates
En los primeros días de diciembre, los niños de la generación de la Guerra Civil se asomaban a los escaparates de las jugueterías para inspirarse en la carta de peticiones a los Reyes Magos. Con la frente en el cristal de los establecimientos de la Gran Vía, admiraban preferentemente los balones y las muñecas. Balones de reglamento para los chicos, que sustituyeran a las rústicas pelotas de trapo; muñecas relucientes para las chicas, que encarnaran sus sueños de convertirse en madre prolífica o enfermera de Auxilio Social.
Quince años después, un fotógrafo ambulante retrata a esas niñas de posguerra en la misma Gran Vía que frecuentaron de pequeñas para ver juguetes. Ahora hay más posibilidades de entretenerse que antes, y, por esa "calle mayor" de la capital de provincia que es el Madrid de los años cincuenta, esas mujeres pasean en la tarde de un sábado o de un domingo del brazo de la amiga de confianza charlando como cotorras -dirán las celosas-, saludando a las conocidas con las que se cruzan o deteniéndose ante los escaparates de ropa, zapatos, perfumes o bolsos que les dan ideas para el regalo de cumpleaños de la madre o la tía que entre visillos vigilan su comportamiento de soltera.
También hay fotos de la juventud de esos chicos en la Puerta del Sol o en la plaza Mayor o ante el ascensor del metro de la Red de San Luis, vestidos de caqui y con el pelo rapado, o a la puerta del restaurante donde se festejó una boda o un bautizo. Los chicos no comparten con las chicas esa afición por los escaparates. Fueron de niños porque su madre les llevaba de la mano, y sólo irán de mayores si la novia tira de su brazo para enseñarle la moda que a ella le gusta.
Pero esos mismos chicos, cuando salen de España a trabajar, recorren los barrios bajos de Bélgica y Holanda en las vísperas de fiesta. Saben que en los comercios de ciertas calles, en vez de balones como en la ciudad levítica de su niñez, hay chicas desnudas, o con muy poca ropa, que caminan fumando por el reducido espacio de su jaula o sonriendo al transeúnte que las desea a través del cristal. En el sujetador llevan un cartel con un precio, como maniquíes. Son visiones que en aquellos años heroicos no existían en las ciudades españolas. Si acaso, a veces, alguna dependienta de los dos o tres almacenes de la Gran Vía aparece en el escaparate a retirar la prenda solicitada por el cliente. Para ello se descalza, pisa la plataforma y rápidamente arrebata el artículo requerido. Se sabe observada por los transeúntes con la misma atención que su madre y su tía seguían sus paseos juveniles por esta misma avenida y no quiere ser identificada con las extranjeras sin prejuicios de las que hablan sus amigos emigrantes cuando vuelven de vacaciones a España, esas desvergonzadas que se exponen de reclamo dentro de una urna.
Para que no haya equívocos, en las ocasiones de liquidación de existencias o renovación de muestrario, el empresario de la dependienta tapa la luna del escaparate con un papel de color marrón. Protegida de este modo de la curiosidad ajena y de la descalificación que puedan despertar sus posturas desenfadadas, la trabajadora cambia unos artículos por otros, e, igual que cuando en su casa realiza zafarrancho de limpieza, se arrodilla y se empina, se cimbrea y se curva. Es labor sacrificada, especialmente el día 6 de enero, en que los Reyes Magos regresaron a Oriente y hay que sustituir los objetos que encarnan los anhelos de los niños por las rebajas ofrecidas a los mayores.
De vez en cuando esa dependienta se concede un descanso y fisga la calle a través del papel marrón. Ante sus ojos, los transeúntes se desenvuelven con la soltura de quien no está sometido a vigilancia. Niñas y mayores repiten sus mismos hábitos de saltar a la comba, pasear con una amiga o examinar el surtido de las tiendas pensando en regalos para su familia. Desde su recinto acristalado la dependienta las envidia: esas mujeres actúan con una libertad que ella no tuvo, esclava de la mirada inquisitiva de los demás. Observarlas le despierta la fascinación de los escaparates, esa sensación que ella se sabe incapaz de transmitir. Porque, si por un momento cambiara de perspectiva y desde la posición de un cliente contemplara su historia, sería eso que en términos comerciales se llama una ganga.
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