Los otros Reyes
Los Reyes Magos aún son un juego maravilloso. Que llegaran de Oriente siguiendo una estrella singular, es un bello homenaje a un Oriente lleno de promesas fabulosas para todos los que vivíamos en otra parte del mundo. Sus regalos a un extraño niño pobre que acababa de nacer ¡en un establo! suponían una sofisticación sin límites: oro, incienso y mirra no son precisamente turrones, trenes eléctricos o videojuegos. A muchos nos hubiera gustado extasiarnos ante esos regalos, pero ningún museo del orbe guarda ni una pequeña parte de tan sutil obsequio.
Es una hermosa leyenda que hemos representado mediante tres aguerridos y clarividentes hombres maduros que no buscaban el halago del poder, sino el placer de una verdad que estaba lejos de cualquier ostentación y vanidad. Los Reyes de Oriente eran tres sabios con el don de la clarividencia. A mí me gusta imaginarlos como unos seres estudiosos, de mente abierta, curiosidad infinita y una capacidad irrevocable de decisión que les puso en el camino de un viaje global lleno de penalidades y les llevó a un lugar insignificante para contemplar a un bebé que sólo era expectativa.
Mi generación aprendió de esta leyenda popular muchas cosas: que la aventura es buena por sí misma, que sólo bajo una apariencia humilde se puede esconder la grandeza de espíritu, que cabe esperar de lo desconocido y lejano las mayores pruebas de acercamiento, que Oriente (y lo exterior) es un lugar digno de gran respeto, que los mayores poseen singular sabiduría, que los bebés son promesas de vida, que la pobreza y la riqueza pueden llegar a puntos de encuentro, que los vastos caminos del mundo siempre llevan a extraordinarios descubrimientos. Aprendimos que eran reyes por su sabiduría, no por su rango social. Y todo eso conformó un sueño que aún late bajo tantas transformaciones de la historia y que representa lo mejor de los seres humanos: la capacidad de salirse de lo establecido y de descubrir valores donde una mayoría los ignora. Por seguir esta idea y expresar sus buenos deseos, los Reyes de Oriente fueron capaces de perder mucho tiempo y empeñar su vida.
Sólo por eso los Reyes Magos sobreviven y seguirán haciéndolo, aunque hoy sea mucho más difícil descifrar su magia bajo la avalancha de ruido y consumo, o sobre las toneladas de propaganda que les convierten en majorettes de un espectáculo de circo y en portadores de ilusiones materiales que ahondan esa enseñanza básica contemporánea: tanto tienes tanto vales, con la que se alecciona a nuestros niños desde la cuna. El último grito en juguetes de los niños norteamericanos, además de las armas de fuego reales, se llama Disaster Discovery, está creado por el departamento de Seguridad Interior de Estados Unidos y pretende educar a los niños en la autodefensa de cualquier catástrofe, incluido el terrorismo. Los niños, hoy crecen siguiendo los modelos de adultos desquiciados, con la imaginación volcada en el miedo. Estos adultos ofrecen de los Reyes una visión propia de mercaderes, de actores de una feria o de una tómbola de caridad vulgar.
Vistos desde ahora mismo y desde fuera de la religión católica -que atribuye a Melchor, Gaspar y Baltasar tareas de representación y legitimación religiosa tan mundanas como lo que rodea la celebración actual-, esos seres singulares parecen unos locos o unos excéntricos. Su personalidad rompedora, si aflorara, sería puesta bajo sospecha: ¿serían agentes de Arafat o de Bin Laden? Se buscaría su relación con el petróleo, el tráfico de armas o las drogas y se les pondría un micrófono en la boca para que procedieran a la obligada condena del plan Ibarretxe o del tripartito catalán, al que Eduardo Mendoza tuvo la benévola ocurrencia de comparar con los Reyes Magos en lugar de hacerlo con la Santísima Trinidad, algo mucho más solemne y alejado de lo humano.
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