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Columna
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Libación

Paseábamos por un sendero entre viñedos junto a la rivera del Saona, un paisaje hermosísimo en el que los insectos vibraban excitados bajo el barrido del sol, cuando lo pensé. Hasta aquel momento nunca me había parado a reflexionar en ello, porque hay pensamientos a los que sólo podemos acceder cuando su lujo sensual nos entra a través de todos los poros igual que cuando nos enamoramos. Al misterio del vino hay que aproximarse con la misma perplejidad.

Según contaba mi acompañante, que era un hombre sabio e irónico, todo había empezado con una fusión termonuclear que se propagó por el espacio liberando pequeños paquetes de luz. Algunos de estos fotones lograron alcanzar nuestro planeta y aterrizar en una parcela de caliza jurásica que es la tierra madre de los dinosaurios y de las cepas de vid. Después la función clorofílica se encargó del resto.

A mi toda aquella épica del rayo de sol en pos del planeta Tierra me tenía fascinada porque me recordaba a las novelas de Julio Verne, pero lo que realmente me conmovía era la segunda parte del milagro, es decir, la lucha desesperada de un espermatozoide inquieto en busca de un óvulo, que se parecía más a la vida de cada día.

Dicen los enólogos que el ademán de acercarse una copa de reserva a la boca se parece mucho al gesto de tenderle la mano a una persona. El vino primero se mira, como se puede mirar la expresión de un rostro que varía según los matices de la luz, pero uno sabe que en adelante podrá reconocerlo. Después entran en acción el resto de los sentidos. Cuando los labios rompen con el levísimo chasquido de un beso esa primera barrera del borde del líquido, empieza a desarrollarse en la mente un mecanismo muy complejo en el que interviene la intuición, de la misma manera que antes de que una persona hable por primera vez, ya nos imaginamos su voz. Sin intuición no hay deseo. Y precisamente a ese misterio extrañísimo era al que andaba yo dándole vueltas allá entre el oro de la Borgoña.

La primera vez que vemos a alguien, desarrollamos inconscientemente un mecanismo de predicción. Si el pronóstico es trivial, el cerebro se aburre, como sucede con cualquier vino simple que se desenmascara al primer sorbo. Pero también puede ocurrir que la sorpresa sea excesiva, entonces los sentidos se sienten un poco desconcertados igual que cuando tenemos la percepción dispuesta para recibir un sabor de la gama de los dulces y nos vemos invadidos a traición por un bouquet amargo. Cuando eso sucede la experiencia acaba siendo melancólica porque implica una decepción.

Tal vez el problema del amor -dijo mi acompañante- es que aspira a otorgarnos la felicidad, cuya categoría resulta demasiado trascendente. El vino, sin embargo, sólo pretende destilar alegría que es una medida más humana aunque, si se piensa, igualmente inexplicable. Hablando de estos asuntos terrenales, llegamos a una vieja taberna en uno de aquellos pueblos adormecidos donde madura la uva pinot noir. Y recuerdo que allí, rodeados de las mismas viñas que adoró Petrarca, casi llegué a comprender la convergencia entre dos misterios colosales. Uno tan viejo como el primer rayo solar que desencadenó la fotosíntesis y dio lugar a la alquimia de una sustancia milagrosa y otro, no menos extraño, que compromete al alma humana a través del gran enigma de los sentidos. Es así como algunos sorbos merecen un lugar de honor en la memoria. Salud.

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