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Mercado

La intensa asociación de dos conceptos, mercado y consumo ha producido que mentar a uno de ellos equivalga, con harta frecuencia, a mentar al otro; incluso a convertir a ambos en sinónimos. Hay que andar prevenidos contra posibles errores conceptuales nacidos de la afinidad de significados.

El mercado ha existido desde que nuestra especie decidió nuclearse, grupo por aquí, grupo por allá. Familia-tribu-ciudad, según el esquema aristotélico. De ahí, necesariamente, el mercado. Con el tiempo, este imperativo dio una vuelta de campana: el mercado pasó de ser efecto a ser causa. Hasta el punto de erigirse, si no en creador de la nación, sí en el aglutinador del espíritu nacional; en gran parte, vía la estafa, la rapiña y el saqueo. Toda gran idea moral tiene como antecedente más o menos remoto el rufianismo. Con todo, el mercado no es una de esas grandes deidades abstractas (como se dice de la Técnica) que alcanzado un grado de complejidad echa a andar por su cuenta, indiferente a nuestra opinión. Qué va. Si no hay automóviles más seguros, más eficientes, menos contaminantes y que ocupen menos espacio, la culpa, faltaría más, no es del mercado, que ni pincha ni corta y se limita a tragarse lo que le echen.

Lo anterior hay que matizarlo. Siendo el mercado un ente sin opinión, todo lo engulle pero no lo metaboliza todo. Désele como parte de la dieta la salud del medio ambiente, la de los cuerpos humanos, el suministro de electricidad, el funcionamiento sin trauma de los trenes, la edificación de viviendas de uso general y común, la vigilancia de los productos financieros (modestos y medianos sobre todo) y el mercado tritura y vomita, dando a entender sin saberlo, que es un mecanismo al que la perfección le queda muy lejos. En su época más gloriosa, probablemente algo anterior a Adam Smith, el mercado sirvió para unificar (que no homogeneizar) grandes unidades sociales que andaban dispersas; es decir, cumplió una importantísima función política, aparte de la comercial. Culminada con éxito esa tarea, el mercado, en su función económica, ha sido fuente de conflictos, de contradicciones y de recelos. Tanto que dio lugar a rebeliones, a utopías, a movimientos anarquistas, a socialismos utópicos y a comunismos cuyo candor terminó teñido de sangre. Si resucitara el gran Hobbes con su gran Leviatán bajo el brazo. Pero las ideas fundidas en oro, lanzadas al mercado llevan en sí la nada extraña propensión a convertirse en monedas de cobre. El perfeccionamiento del mercado dio lugar a un profundo cambio social; y de consuno con el Estado, a la vigorización de éste, inconcebible sin una batalla sin tregua contra el municipalismo medieval.

Pero en las cosas humanas, todo crecimiento es crecimiento desordenado, incluido el de la planificación, que conduce al túnel sin salida de la burocratización. Ya Adam Smith pudo decir que "los accionistas raras veces pretenden saber algo de los negocios de la Compañía; y cuando el espíritu de facción no prevalece en ellos, esos negocios no les preocupan, sino que reciben con satisfacción el dividendo semestral o anual que los directores consideran adecuado señalarles". Fuera primero el huevo o la gallina, lo cierto es que los directores de las grandes compañías constituyen una seria amenaza para las mismas. "Como manejan dinero de otros más que el suyo... Sin un privilegio exclusivo, las Compañías por acciones generalmente han manejado mal el comercio. Con un privilegio exclusivo lo han manejado mal y lo han reducido".

Parecen palabras de hoy. En Estados Unidos, pero también en Europa, también en Japón y por doquier, los fraudes se suceden y alcanzan ya a los mismos fondos de inversión, que de derrumbarse arrastrarían tras sí el sistema económico y convertirían en valles de lágrimas todos los reductos felices. Adversos a la regulación, como Thatcher en Europa, dieron alas a un mal preexistente, con resultados que, aunque conocidos, la guerra de Irak oscurece. Pero con ser peligroso el fundamentalismo islámico, con ser peligrosa tanta pobreza en el mundo y tanta agresión al planeta, el más inmediato de los peligros puede que sea esta guerra que al capitalismo le hacen los propios capitalistas. Así lo ha entendido el poder político en el más poderoso y a la vez más amenazado de los países, Estados Unidos. Fue el mercantilismo la doctrina económica que, sin ser realmente una doctrina, hizo del poder político y del económico una trenza que desde el siglo XVII no ha hecho sino profundizar su impronta. Pero los hilos económicos de la maraña, han demostrado que la influencia es más fuerte que el poder, si bien más frágil. El problema sigue siendo político y la prueba está en que el pánico cunde entre la jerarquía económica (la estadounidense sobre todo) y ruedan cabezas y se producen atriciones y desbandadas. (Algunas grandes multinacionales acuden a altos ejecutivos jubilados para sustituir a los jóvenes en cargo y bajo sospecha de infidelidad o incompentencia). Ideal sería que el mercado siguiera a la política, no la política al mercado, según el diseño de Platón. En el Estado del filósofo, sólo a las clases inferiores les está permitido el enriquecimiento, siempre dentro del marco legal obra de los filósofos gobernantes. (O mejor dicho, de los gobernantes filósofos). Por desgracia, de la mejor utopía sólo nos sirve su aspiración a la justicia. Hoy por hoy, pero no para siempre (pues el Mercado será una institución irreconocible en un futuro todavía lejano), lo más cercano al ideal es la regulación de un mercado perfectamente liberalizado y una producción estatalmente orientada -que no dirigida- hacia la preservación de los recursos naturales y una más justa distribución de la riqueza. Para que eso ocurra, el político tendrá que creérselo. Creer lo que en realidad es cierto, que puede tomar las riendas y que debe hacerlo. Pocos, si alguien, entienden el laberinto de la globalización, pero todos sabemos que ésta puede ser un bien, incluso para los señores del Mercado, si la institución política hace uso de sus poderes con firmeza y convicción. Si los Estados mueren, se habrán suicidado. Aunque de suicidios involuntarios está el mundo lleno.

Manuel Lloris es doctor en Filosofía y Letras.

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