La 'generación Atila'
Si la famosa ardilla ibérica que era capaz de saltar de árbol en árbol desde Tarifa hasta la Estaca de Bares resucitara ahora, podría brincar de tejado en tejado desde Cádiz hasta Roses. Lo haría sin dificultad, porque una línea prácticamente continua de edificación subraya esa costa, como tantas otras, con el lápiz del hormigón y del ladrillo.
La humanidad lleva una larga temporada en el planeta Tierra y durante todo ese tiempo no se ha limitado a la contemplación del entorno y a un papel de simple recolector, sino que ha creído útil y oportuno llevar a cabo una alteración profunda del espacio ocupado. En una larguísima primera fase, hasta hace unos cincuenta años, el hombre alteró el medio natural que tenía a su disposición con una inteligencia normalmente superior a la de las otras especies. La parte transformada fue una pequeña porción de todo el medio físico disponible, y la intervención no se realizó de una forma abusiva, sino enriqueciendo en muchos casos el punto de partida.
Una sola generación ha causado el gran cambio planetario que afecta al entorno en el que vivimos
Una sola generación, entre las infinitas que llevan viviendo en ese espacio, es la que ha protagonizado el gran cambio planetario que afecta al entorno en que vivimos. Esa generación, la generación Atila, recibió de sus padres una herencia y cederá a sus hijos otra muy distinta, mucho peor desde el punto de vista de la ocupación del territorio y de la degradación del medio natural. Los individuos más decididos, agresivos y corruptos de esa singular generación constituyen su núcleo duro y son los auténticos culpables. Pero han tenido que contar con muchos otros Atilas, que han contribuido, pasiva o discretamente, en la obtención de los nefastos logros ambientales. En el mando de la formidable máquina depredadora que ha cambiado la faz de la Tierra ha actuado lo peor de la generación: grandes empresas de la construcción, hacedores de autopistas, fabricantes de automóviles, propietarios de terrenos, arquitectos y urbanistas, gestores políticos sin escrúpulos, especuladores profesionales, teóricos del progreso y algunos héroes de la patria. Pero ha habido también un conjunto de personajes anónimos, de contribuyentes impecables, de padres y madres entregados de corazón al bien de sus familias. Para acabar con la herencia de tantos años era preciso contar con la complicidad de un satisfecho conjunto de entusiastas destructores, con la participación despreocupada de muchos humanos en busca de segundas residencias, de fines de semana de ida y vuelta, de vacaciones exclusivas en lugares que dejaron de ser únicos para convertirse en espantosos.
Matar una a una todas las gallinas de los huevos de oro ha sido, en efecto, el camino principal seguido por la generación Atila. El argumento comúnmente utilizado defendía, y aún defiende, el derecho de todos al disfrute de lo maravilloso. ¿Por qué una cala preciosa o un valle de ensueño no pueden ser gozados por todos? ¿En qué consiste, si no, la democratización del patrimonio natural? Y así, con el objetivo de parcelar lo virgen y exclusivo, la generación Atila ha convertido lo virgen en macizo y lo exclusivo en propiedad de unos cuantos, pero a costa de que dejara de existir lo bello para convertirse en horrible. Si un paraje disfrutaba valores de patrimonio natural, una vez relleno hasta la náusea de hormigón perdió del todo el interés que tuvo. Tras el destroce, algunos accedieron a esos lugares en régimen de propietarios, pero nadie puede ya gozarlos de verdad, porque ya no valen nada. La solución, por supuesto, no era democratizar los espacios singulares vendiéndolos a unos pocos, sino preservar sus cualidades y facilitar su uso a muchos, por medios que no comportasen la parcelación, privatización y destrucción del lugar.
No hay excusa para esa inmensa y sistemática degradación. Ni uno solo de los avances de cualquier tipo que hayan podido beneficiar a la humanidad durante el último medio siglo requería la destrucción alocada y especuladora del medio natural. No era necesario hacer un mundo peor para que fuera mejor.
Y una vez aquí: ¿es recuperable lo que ha destrozado la punta de lanza de la generación Atila con la feliz complicidad de muchos? ¿Hay manera de salvar el espacio que las patas del caballo de la especulación y del falso progreso aplastaron convencidas? Por el momento, sabemos que un magnífico espacio junto al mar, susceptible de ser disfrutado por muchos, se puede convertir en un desastre privatizado para unos pocos. Hemos aprendido que una zona agrícola fértil y escasa es susceptible de transformarse en una densa y enloquecida trama de vías rápidas y de rotondas para automóviles. Y no ignoramos que, hasta la fecha, ni el hormigón ni el asfalto han tenido propensión a transformarse en campos cultivables. Muchos ya se han convencido de que el progreso no va siempre hacia delante, sino que en muchos casos las agujas del reloj deberían ahora moverse en el sentido contrario. Pero ¿seremos capaces de restituir, siquiera en los casos más flagrantes de salvaje destrucción, la situación de origen?
Si puede parecer imposible dar marcha atrás, a causa de los altísimos grados de irreversibilidad que comportan los fenómenos destructivos de la urbanización más censurable, reconozcamos que poco queda ya por conservar y proteger. Vale la pena entonces seguir los pasos de los escasos municipios que han empezado, dinamita en mano, a recomponer algún pedazo de costa o de paraje singular digno de ser patrimonio de todos. Porque si, más allá de la simple preservación, no abordamos la drástica revisión de la obra de cemento y asfalto de la generación Atila, ¿conseguiremos salvar dignamente nuestro entorno?
Respiremos con esperanza, en todo caso, los nuevos aires del cambio.
Albert García Espuche es arquitecto e historiador.
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