Sopa de sopas
Si uno pasea por el barrio del Raval y se zambulle en sus múltiples y fascinantes contrastes, no sería tan disparatado llegar a la conclusión de que el único elemento realmente transcultural y transgeneracional, la única cosa universalmente compartida por todas las culturas y todas las edades, es el gargajo. He visto escupir a jóvenes arrogantes y belicosos, autóctonos o no, y a entrañables ancianos, autóctonos o no. He esquivado in extremis los venerables gargajos de señoras indígenas de cierta edad y con pinta de no tener excesivos problemas para llegar a fin de mes, y me he extasiado ante los preludios sonoros (a veces auténticas sinfonías) de los gargajos de individuos procedentes de lejanos países y con pinta de tener que hacer malabarismos para llegar a fin de mes. Incluso acaricié la nefasta idea de impulsar un concurso de gargajos, destinado a establecer sólidos lazos de fraternidad entre las distintas comunidades practicantes y que naturalmente se celebraría en la plaza de Jean Genet, pues alguna vez leí, no recuerdo ya en cuál de sus libros (¿Querelle de Brest, tal vez?), un lírico y apasionado elogio del escupitajo. No diré la foto de qué Gobierno en pleno podría utilizarse como blanco, pues sería sin duda feo y moralmente pernicioso incitar a la gente a hacer cosas semejantes.
Para establecer vínculos entre los distintos grupos del Raval, se celebró en el barrio una cumbre festiva alrededor de la sopa
Afortunadamente, siempre habrá individuos con tendencias más edificantes que las mías a la hora de encontrar nexos de unión. Los miembros del colectivo La Ciutat de les Paraules, capitaneados por Macarena González de la Vega (una madrileña cuyo fichaje por Barcelona compensa con creces deserciones como la de Figo), llevaban tiempo preguntándose cómo se podía establecer vínculos entre los distintos grupos que conviven en el Raval y que o bien se miran con cierto recelo teñido de prejuicios, o bien se inspiran una profunda indiferencia y restringen su trato al mínimo indispensable, o bien no tienen demasiadas oportunidades reales de explorar sus posibles afinidades. La respuesta a esta pregunta es la sopa, la sopa como metáfora del extraño potaje social que componemos entre todos, y la sopa real, la que constituye un elemento básico de la alimentación en cualquier cultura y cualquier época, del pleistoceno hasta nuestros días. De esas dos sopas bebe la Sopa de Soupes, una especie de cumbre festiva del barrio abierta a todos, que acaba de celebrar su segunda edición y donde se trata de confraternizar con los vecinos mientras uno se toma unas sopas, acaso porque, como sostenía Tibor Fisher en su espléndida novela Filosofía a mano armada, la gente muestra lo mejor de sí misma cuando se sienta a comer.
El pasado sábado día 20 no se trataba tanto de sentarse, aunque los organizadores habían habilitado unas cuantas mesas, como de circular de puchero en puchero a lo largo y ancho del patio de la Massana, que ha sustituido a la plaza del Doctor Flemming como sede del acontecimiento, armados con un cuenco y una cuchara de plástico. Enseguida empezaron a formarse largas colas ante algunas de las casi cuarenta sopas distintas que se mantenían calientes gracias a una serie de fogones y que podían saborearse completamente gratis por cortesía de una cuarentena de restaurantes del barrio, desde el clásico Casa Leopoldo, que aporta su legendaria sopa de pescado, a la chorba argelina con que nos agasajó el Fortuny, pasando por la sopa de ajo del Xalar Café, la sopa de la iaia que ofrecía el Casal d'Avis del carrer de la Cera, la harira del restaurante Familiar, la poética noche lunar en Bangkok cocinada por el Imprevist, la sopa pak del restaurante Kashimir, la deliciosa sosó papá del Daf, a base de coco, tomate y comino, la sopa andina del 23 Robadors o la sopa patagónica del Caleuche.
La extraordinaria diversidad de los sabores se correspondía a la perfección con la de la gente que hacía cola, probaba las sopas entre exclamaciones de sorpresa y placer, se exhortaba a probar ésta o aquélla o subía al escenario a bailar o actuar. Había ancianos, niños, jóvenes, rastas, hippies, indigentes, gente fashion, artistas multimedia la mayor parte de los cuales trabajan de camareros, amas de casa, galeristas, concejales, músicos callejeros, comerciantes y otras gentes del barrio. De hecho, daba la sensación de que todos los distintos colectivos estaban representados en la cumbre sopera.
No sé si la velada cumplió su noble objetivo de contribuir a la confraternización del vecindario. Yo he de admitir que, aunque fracasé miserablemente en mi propósito cristiano-navideño de hacerme amiga de algún estudiante europeo con beca Erasmus de los que te atropellan con la bici cuando andas por la acera porque son ecologistas y van al cielo, departí agradablemente, sopa en mano, con algunos vecinos con los que no tropezaba desde hace tiempo. Pero una cosa está clara. Conseguir que una cuarentena de restaurantes colaboren con una sopa; que el diseñador Peret, también vecino, te haga un cartel; que la librería Paperam se haga cargo de los flyers; que Exit garantice la iluminación; que más o menos todas las asociaciones del barrio, reunidas en la Fundació Tot Raval, muevan el culo para colaborar en mayor o menor grado; que encima el Ayuntamiento te conceda permiso para utilizar un espacio casi secreto e infrautilizado como es el patio de la Massana (cuyos soportales góticos se han convertido en los últimos tiempos en un inmenso meadero), y que incluso los indigentes del barrio te ayuden a limpiar el lugar es un éxito extraordinario y casi milagroso por el que no podemos por menos de felicitar a todos los que se tomaron la molestia de arrimar el hombro para hacer posible el evento.
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