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Reportaje:LANCE ARMSTRONG | Deportista mundial del año | La encuesta anual de EL PAÍS

'El Astronauta' que no pisó la Luna

El ciclista norteamericano, en el club de los pentacampeones del Tour

Ya era una estrella como amateur. Siguió brillando en su primer año entre los profesionales, en el que se proclamó campeón del mundo, en Oslo, derrotando ni más ni menos que a un tal Miguel Induráin. Pero un día la estrella se apagó de repente. Sufría un cancer de testículos y todos le daban por terminado. Sin embargo, lo superó y volvió para vencer. Y vaya si lo hizo: cinco Tours, para ser exactos. Ahora amenaza con ganar alguno más. Habrá que tener cuidado, que no se anda con bromas. Le han votado como el deportista mundial más importante del año y ha sorprendido a la prensa rosa con su romance con Sheryl Crow, una cantante de fama. Todo esto es Lance Armstrong. Pero el ciclista estadounidense, aparte de esto, es también un tipo extraño.

Su dimensión es superior y sólo confluye con la nuestra en un punto del calendario, en julio

Lance escribió, o le escribieron, un libro, Mi vuelta a la vida, en el que relata cómo recibió el golpe de su enfermedad, el proceso de recuperación, los malos momentos que tuvo que afrontar... No puedo contar mucho más porque no lo he leído, pero muchos de mis compañeros de profesión sí lo han hecho. Y me han hablado de él y del regusto a biografía novelada o a historia de superproducción de Hollywood que queda después de su lectura.

Pues, bien, esto es lo que muchos en el pelotón sabemos de él, lo que cuenta en su libro y poco más, porque entre nosotros es hermético, inaccesible incluso cuando te encuentras codo a codo con él y el contacto es inevitable. Yo creo haber hablado con él en un par de ocasiones. En ambas nuestra conversación no pasó más del oportuno "congratulations [felicidades], Lance!", al que me ha respondido con una sonrisa, un apretón de manos y un cordial "thank you [gracias]". Bien es cierto que se propiciaba la brevedad, pues en las dos se disponía a ganar sendos Tours y éramos la mayoría quienes nos acercábamos a felicitarle. Pero también es cierto que ése es el trato que hemos tenido muchos con él. Y eso, en el pelotón, no es algo habitual, pues la moneda corriente suele ser hablar todos con todos.

Pero... no. Él no es un tipo normal. Él, aunque se mueve en el mismo ámbito que nosotros, parece estar en una dimensión superior a la nuestra. No es una figura metafórica. La suya es una dimensión que confluye con la nuestra en un punto del calendario, en julio, justamente en el momento en que se celebra el Tour. Después de esto, cada órbita sigue su camino para volver a confluir al año siguiente en el mismo punto.

Nosotros, en broma, le llamamos El Austronauta, en parte por su homónimo de apellido [Neil] que visitó la Luna y sobre todo por las cualidades extraterrestres que muestra cuando pedalea sobre la bicicleta. Por ejemplo, cuando pedalea cuesta arriba con esa cadencia de molinillo imposible para el resto de los mortales. Un ritmo de pedaleo endemoniadamente acelerado que a nosotros nos quema los pulmones, nos agota los músculos y nos revienta el corazón. Pero a él no. Él parece anestesiado, inmune al dolor, al sufrimiento, al cansancio. Él es simplemente Armstrong. Y el resto somos todo lo demás.

Conozco a varios de sus gregarios, al Tiburón Peña, a Chechu Rubiera, a George Hincapié, al ahora exiliado Roberto Heras y a la última incorporación, Triki Beltrán, y de todos ellos no oigo más que palabras buenas sobre Lance. Y estoy seguro de que no se trata de ninguna abducción. Armstrong es muy cuidadoso con su gente. Considera muy importante que el ambiente de trabajo sea el idóneo, que todos sepan perfectamente cuándo, dónde y cómo tienen que trabajar en esa cadena que es el propio equipo, que no haya equívocos y que el guión sea siempre el marcado, con un segundo, incluso un tercero, en el caso de que ciertas cosas se tuerzan sobre la marcha. Y él sabe valorar esto, personal y económicamente, de manera que sus gregarios ven que su trabajo se ve recompensado tanto por el agradecimiento que les da todas las tardes el campeón cuando se acerca a charlar con ellos a sus habitaciones como por sus cuentas corrientes a final de mes, que todo ayuda.

En el Tour de 2002, Armstrong se cayó. El resto de los mortales nos caemos más a menudo. Él, no. Él sólo se cayó aquel día, como lo hizo también en 2003 subiendo Luz Ardiden con Iban Mayo. Y claro, cuando él se cayó, comenzó el espectáculo. Dicen que se levantó nervioso, sin saber muy bien cómo actuar, pues esa circunstancia no entraba en sus planes. Miraba a su alrededor, confundido, buscando a los suyos, que no andaban muy lejos. Apresurado, arrancó cuesta arriba. Y en aquel momento dos colegas de mi equipo, que se habían quedado cortados por la caída, le vieron venir como un huracán desbocado por detrás. Quizá por un acto reflejo de justicia deportiva -una caída no tiene por qué ser la que decida una carrera-, decidieron ayudarle en la medida que pudieran. Tiraron de él unos metros hasta reventar y le vieron marcharse, sprintando, hacia la meta. Por cierto, unos metros más adelante, yo me esforzaba para ganar aquella etapa, pero ésa es otra historia. Al final, Lance minimizó las pérdidas, tan sólo un puñado de segundos, 20 o algo así, creo recordar. Pues, bien, al día siguiente, cuando el norteamericano se dirigía al control de firmas, pasó un momento por el autobús de nuestro equipo. Se acercó directamente a mis dos colegas y, agradeciéndoles el favor prestado, les entregó dos pequeños paquetes que escondía en sus bolsillos. Un regalo, un pequeño detalle por los servicios prestados. Cuando se marchó, mis colegas los abrieron y se encontraron con unos magníficos relojes de la marca de uno de los patrocinadores de Armstrong. "Vaya, les ha salido rentable el calentón", fue lo que todos pensamos.

Pedro Horrillo es ciclista del Quick-Step.

Lance Armstrong pedalea entre girasoles en el último Tour.
Lance Armstrong pedalea entre girasoles en el último Tour.REUTERS

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