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Columna
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El timo liberal

Muchos declaran la muerte de las ideologías, pero temo que persiguen no tanto preparar su funeral como quedarse con la finca. La confusión ideológica permite pervertir el lenguaje político y, a partir de esa premisa, apropiarse del discurso. El fenómeno no es nuevo, pero en España está adquiriendo caracteres preocupantes. La terminología parece un problema formal, pero la terminología desencadena representaciones mentales y configura, en último término, la conciencia colectiva. La parábola de George Orwell denunciaba los intentos de expropiación lingüística a los que tan aficionados fueron fascismo y comunismo. Lo que no podía imaginar es la capacidad del totalitarismo para revivir en contextos como el presente, donde con otros argumentos se practican maniobras propias de Goebbels o de Stalin.

Hace algún tiempo, con el impagable concurso del Partido Popular, la internacional demócratacristiana se disolvió como un azucarillo en el café. Una derecha obtusa pretendía hacer tabla rasa de todo aquello que se encontrara a la derecha del socialismo no sólo buscando una presunta claridad electoral, sino desdibujando cualquier distingo entre todos aquellos que aún pensamos, en contra de la izquierda, que las personas son más importantes que las masas. Hoy día, parte de la cacareada muerte de las ideologías pasa por un fenómeno ya consumado: la sensación colectiva de que no existen diferencias, por ejemplo, entre un conservador, un liberal o un demócratacristiano. Una vaporosa tecnocracia, unida a una estrategia rabiosamente antisocialista, ha persuadido a la mayoría de que esas diferenciaciones no sólo ya no importan, sino que además son imposibles. Lo más divertido ha sido el efecto subsiguiente. Puestos a difuminar las diferencias entre conservadurismo, liberalismo o democracia cristiana, ¿por qué parar ahí?, ¿por qué no extender la uniformidad aún más a la derecha? A la hora de integrar, metan en el mismo saco el tradicionalismo, el integrismo o el fascismo puro y duro. La unificación de este espacio, ahora indiferenciado, es uno de los tristes méritos que asisten al Partido Popular en la actual pseudodemocracia española.

No hay que preguntarse dónde están los fascistas, donde están los reaccionarios, los franquistas o los militaristas: todos forman columna tras el mismo bigote. Ello no significa que entre los populares no haya muchísimos demócratas (antiguos conservadores, liberales o cristianos). Lo que ocurre es que el costo de la uniformización, a la derecha del socialismo, supone dar cobijo a algunas de las ideologías más atroces de la historia. Todo esto podría parecer un ejercicio de estilo para quien piense que no existe en la derecha un firme sector fascista. Lo que pasa es que ese quintacolumnismo existe realmente. Así como en Rusia el nacionalismo totalitario se esconde bajo las inocentes siglas de un Partido Demócrata Liberal, en España buena parte de los publicistas que se autodenominan liberales aplauden toda clase de medidas represoras y se descuelgan con opiniones que estremecen no ya a cualquier demócrata, sino a cualquier persona decente.

Uno no es liberal en sentido estricto, pero sí lo es en sentido amplio, como no puede dejar de serlo, en el fondo, cualquier demócrata de izquierda o de derecha, pero uno mantendría con el liberalismo clásico ciertos disensos dignos de una larga sobremesa. Lo gracioso es que, en el panorama político español, bajo el marchamo liberal se esconden hoy los auténticos fascistas. Y que los demócratas sinceros del Partido Popular no puedan hacer nada es una consecuencia más de esa perversa muerte de las ideologías a la que la derecha gobernante nos quiere condenar.

Cuando uno lee en la prensa diaria a ciertos gallitos que se dicen liberales, pero que a la más mínima queja de sus hígados proponen dinamitar las urnas o recurrir al ejército, uno se da cuenta de que ni siquiera saben qué significa esa noble palabra que han robado al pensamiento y a la historia.

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