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Columna
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Consuelo

PASAMOS TODA la vida luchando contra nuestras deficiencias, pero, sobre todo, tratando de consolarnos por no haber sabido superarlas. Mi particular desconsuelo al no poder leer en su lengua original a los grandes escritores rusos se ha visto paliado por el acicate de releer sus obras cada vez que se publica una nueva versión. Se comprenderá entonces mi alegría ante la reciente edición castellana de Guerra y paz (El Taller de Mario Muchnik), de León Tolstói, cuya nueva traducción del original ruso por Lydia Kúper no es sólo, como modestamente se afirma en la portada, "completa y fiel", sino, por decirlo a la manera de un amante, "maravillosa". Desde que apareció, en 1878, esta magna novela de Tolstói ha sido considerada como una de las mejores de la literatura contemporánea y, sin duda, la más ambiciosa, porque lo abarca todo: la psicología, la historia, la antropología, la sociología y la filosofía. Desde el punto de vista literario, contiene además el antiguo fulgor de la épica, pero sin renunciar a explorar los recovecos íntimos que trasluce el melodrama.

¿Quién, por ejemplo, ha podido sustraerse a la fascinante atracción de algunos de sus principales personajes, como Pierre Bezújov, el príncipe Andréi Bolkonski o Natasha Rostov? Sobre el marco histórico de la era napoleónica, es lógico que Guerra y paz destile no pocas notas ambientales procedentes de su principal cronista romancesco, Stendhal, que, además, fue el primer gran novelista de nuestra época. Pienso al respecto en la vibrante descripción de la guerra de La Cartuja de Parma, pero también en el desesperado ímpetu y el desasosiego moral de Julián Sorel, ese héroe moderno protagonista de Rojo y negro. En todo caso, no hay ningún relato francés del siglo XIX, incluidos Balzac, Flaubert o Zola, que tenga el poderoso sentido coral y la inquietud metafísica que recorre, de principio a fin, Guerra y paz.

Por todo ello, quizá pueda ser tomado como un vano consuelo el que me refugie en el descubrimiento de nuevas traducciones de obras a las que no puedo acceder en su versión original, pero no acepto que se discuta mi amor por ellas, plenamente gratificado cuando éstas han sido tratadas editorialmente con amor. Tal es el caso de la versión de Guerra y paz, que ha dado pie a mi comentario, hasta el punto de que su publicista, Mario Muchnik, ha creído oportuno editar un pequeño librito complementario, donde nos narra las complejas gestiones a través de las cuales se fraguó esta edición, pero, sobre todo, la autobiografía de su amor por la novela de Tolstói. Según se nos dice en Editar "Guerra y paz", este amor resultó, por lo demás, contagioso, ya que complicó en la empresa a otros fanáticos, entre ellos al campeón mundial del entusiasmo, el pintor Eduardo Arroyo, que ha estampado en la portada la impresionante efigie del autor. Y es que así se cuece el arte, entre pasiones, que mantienen en vilo el amor por éste, que nos enseña a vivir con más profunda intensidad, ya sea en la guerra o en la paz.

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