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Arquitectos con fronteras

Arquitectura y sociedad han tenido a lo largo de los siglos una relación alterna de distancia y encuentro. El encargo real, burgués o eclesiástico de una obra iba, seguramente, por un camino distinto de lo que la mayor parte de la sociedad necesitaba o sentía. Era la manifestación del poder. La arquitectura que hoy llamamos monumental se sustituía o se remodelaba con absoluta facilidad, con otra estética y a modo de palimpsesto, hasta que el romanticismo empezó a valorar la memoria construida. Imaginemos el contraste de pareceres que se produciría en el seno familiar entre el padre que seguía esculpiendo la voluptuosidad del barroco y el hijo que introducía el rigor del academicismo clasicista. Al mismo tiempo, el pueblo era capaz de construir su hábitat con otro lenguaje anónimo, homogéneo, inteligente, ecológico y pobre. Arquitectura sin arquitectos que se transmitió hasta bien entrado el siglo XX con un saber casi genético, expresión de unos modos de vida, de una cultura, de una tecnología y de una gran imaginación.

Desde 1960 hasta nuestros días, el crecimiento de las ciudades en oleadas sucesivas ha ido generando ensanches, periferias y suburbios de periferias. Con esta actividad febril desapareció una estética burguesa que patrocinaba el encargo de la obra urbana, y también desapareció la popular, ya que, entre otras razones, el retorno de la emigración con el sueño de la casa suiza provocó el abandono o destrucción de la vivienda tradicional. Al mismo tiempo, el arquitecto perdía su auctoritas proyectiva y el promotor, o el propio usuario, empezaron a dibujar con su mano.

En la pasada década, la Barcelona de Maragall se erigió en paradigma de un buen hacer urbano que Joan Clos sigue impulsando, pero lo cierto es que pocas ciudades han configurado un nuevo paisaje en concordancia con una nueva democracia. A pesar de todo, hay que reconocer que España es un país de buena arquitectura, principalmente pública, aunque escasa en comparación con lo mucho que se construye. Un reciente informe del Consejo Superior de los Colegios de Arquitectos señalaba que el número de viviendas edificadas el año pasado en España iguala al de Francia y Alemania juntas, sólo que en vez de 40 millones de habitantes esos dos países tienen 140. Esta fase inmobiliaria que, todo hay que decirlo, también beneficia a los arquitectos -no a todos por igual-, ha colocado a la profesión en una posición compleja y llena de contradicciones. Se ha pasado de ser en el franquismo el Capitán Trueno de la disciplina con el visado urbanístico a una total liberalización del oficio, que en muchos casos se ha convertido en un sálvese quien pueda que, al lado de las prisas inmobiliarias, han mermado la calidad del proyecto y, por lo tanto, la de la propia ciudad. Esta explosión constructiva, amén de sus graves consecuencias urbanísticas, ha relegado a muchos buenos arquitectos al concurso público, una salida que hay que agradecer al esfuerzo de algunas administraciones y colegios profesionales, pero también ha dificultado el aporte de imaginación a la concepción programática y ha restado sobriedad a los edificios en serie. En un tema de tanta trascendencia como la vivienda, se repite el esquema clásico de organización de las piezas en lugar de responder a las demandas de una sociedad cambiante: la tercera edad, que necesita pequeños apartamentos asistidos en vez de residencias-asilo; jóvenes que buscan alojamiento y espacios de oficinas para iniciar su vida profesional; personas que viven solas, parejas mayores que retornan al asfalto por cuestiones de movilidad, programas y soluciones para la infravivienda, etcétera.

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Las escuelas de arquitectura están al lado de la sociedad, o más bien en una posición tangente, pero no delante de ella. Una profesión como ésta exigiría tomar la delantera, aunque sólo sea porque, nada más y nada menos, "encapsula" la actividad humana. El número de titulados que salen de las escuelas ha aumentado considerablemente, pero se enfrentan al mundo del trabajo sin conocer aspectos fundamentales de la organización y de los problemas de la sociedad y el mercado, tan importantes para el joven que irrumpe en el campo profesional con la autoconsideración de creador. Quizá esa disfunción docente se deba, entre otros motivos, a que el cuerpo profesoral esté dividido en dos sectores: aquellos que no tienen actividad profesional y conocen la realidad a distancia y aquellos otros que, conociéndola, porque ejercen, tienen poco tiempo para dedicarse a la enseñanza.

Por otro lado, la actual etapa de "planeofagia", que se manifiesta generalmente en la voracidad y en el corte neoliberal de los documentos de planeamiento, sustentados en las recientes reformas legislativas del suelo, invade la mayoría de las ciudades, acompañada, eso sí, de innumerables normas y ordenanzas que reducen lo urbano a un asunto fundamentalmente jurídico. Cuando se quiere justificar una operación urbanística que excede los confines del planeamiento, se recurre al proyecto estelar, con el objetivo de disimular el traspaso de la barrera de lo razonable.

Esta situación, querámoslo o no, nos incapacita para el pensamiento y la reflexión. El arquitecto ha ido encerrándose, o dejándose encerrar, en demasiadas fronteras y al final se ha quedado solo con su proyecto. En líneas generales, ha dejado de opinar, de escribir y de comprometerse con la ciudad, mientras la opinión del buen urbanista está más bien de capa caída. El lenguaje de geógrafos, educadores, escritores, abogados, economistas, es más directo, mientras el del arquitecto se vuelve cada día más complicado y críptico.

¿Se puede hablar hoy de la edificación como una sola profesión? Es posible que se haya dividido en dos ramas: construcción estándar y arquitectura, en función del énfasis que se ponga en la práctica profesional en la ética, la estética y el mercado. Pero aun siendo esa división sólo una suposición, a ambas opciones se les debe exigir una relación de equilibrio entre esos tres factores, pues, de lo contrario, el oficio quedaría escindido falazmente entre permisivos, los del mercado, y puritanos, los de la arquitectura.

Vale la pena hacer un brindis por la arquitectura y su contenido social, porque influye positivamente en el entorno, crea buena ciudadanía y fomenta la cultura urbana. Por eso, el ejercicio de esta profesión siempre supondrá una combinación de varias aptitudes: tener el oído atento a la experiencia de otras especialidades, sobre todo del campo social; ser capaz de leer el contexto, la historia, la emoción del lugar que rodea el proyecto, y al mismo tiempo innovar y aportar soluciones originales, ya que no se trata sólo de diseñar espacios y formas, sino los mejores espacios y formas para los programas más avanzados. Desde el papel en blanco hay que llegar a formalizar el objeto, concebir el espacio, jugar con la luz y la orientación, y hacerlo con el conocimiento de los materiales apropiados, con la economía de la racionalidad constructiva y con la tecnología adecuada. Al mismo tiempo, hay que saber moverse entre la legislación y la innumerable y a veces farragosa normativa, que con frecuencia dificulta más que facilita el desarrollo del trabajo proyectual, y finalmente pasar por la prueba de fuego de la construcción, transformando la idea en una primera realidad, que requiere humildad porque es sólo una hipótesis que se confirmará o no con el uso que hagan de ella los ciudadanos.

El antiguo concepto holístico de la arquitectura como humanismo, hoy trasladado a un compromiso político -con la sociedad, no necesariamente con un partido- vuelve a ser indispensable, pero para ello se precisa cierto sosiego para un ejercicio sensato, porque construir implica también la sabiduría de manejar el tiempo.

Xerardo Estévez es arquitecto.

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